Hace tan sólo una semana que el Santo Padre se estaba dirigiendo al millón y medio de jóvenes congregados en Cuatro Vientos para la Jornada Mundial de la Juventud. Hace tan sólo siete días y parece que ya pasó hace tiempo. Tal vez se podrían hacer unas camisetas diciendo “Yo sobreviví a la JMJ” y repartirlas por muchas partes del globo. Entiéndase bien. Salió todo estupendamente, hasta la tormenta nocturna vino a recordarnos que no todo está en nuestras manos y que Dios saca de los males, bienes. Pero si las Jornadas salieron muy bien no fue por una empresa de estrategia que organizó todo, ni por un presupuesto sin fondo, ni tan siquiera por casualidad. Todo salió bien porque Dios quiso, en primer lugar, y después gracias al trabajo -la mayoría de las veces oculto y no agradecido-, de miles de voluntarios, de personas que acogieron a peregrinos en sus casas, de Obispos que se desplazaron para estar con sus jóvenes en una ocasión tan singular, de sacerdotes que organizaron grupos y peregrinaciones, de parroquias abiertas sin horarios, de peregrinos dispuestos a sufrir unas cuantas incomodidades por manifestar de su fe, de enfermos que han ofrecido sus molestias, de horas de oración de religiosas contemplativas. Mucho trabajo de muchísimos, a los que hay que agradecer uno a uno, desde los que más se vieron a los que pasaron más ocultos. No, no fue obra de la casualidad, sino del Espíritu Santo que tocó miles de corazones.

“Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: -«¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» Jesús se volvió y dijo a Pedro: -«Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»” En los periódicos y en mil tertulias hemos tenido que escuchar cómo se plantea la vida de la Iglesia desde simple perspectivas humanas: Desde el dinero, la ideología, el poder, la influencia… pero la imagen de un Papa al que el solideo le había sido arrebatado por el viento (el solideo, como su propio nombre indica, sólo se quita ante Dios), de rodillas ante Cristo Eucaristía, en medio de ese ensordecedor silencio de los jóvenes, también de rodillas en el barro es la imagen de la auténtica Iglesia, la de Jesucristo. “Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable.” La oración del cuerpo y del alma, el reconocer a Cristo como único Señor, el presentar al Señor nuestra pobreza, nuestra necesidad, nuestra nada…, esa es la fuerza de la Iglesia. Y sólo se entrega uno completamente cuando vive la misma experiencia de Jeremías: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste.” Entonces, aunque uno intente contenerse, no puede, tiene que hablar con Dios y de Dios. El que no se enamora de Cristo acaba hablando de política, de dinero, del vicario. Pero el enamorado sólo habla -y con todo orgullo-, del amado. Por eso el Papa nos animaba a ser apóstoles con nuestros coetáneos, en medio de los ambientes más diversos e incluso adversos. El amor no se para en esas chiquilladas de las dificultades o las críticas.

“Sobreviví a la JMJ” gracias a muchos que “arruinaron” su vida para que muchos la recobrasen. La Virgen nuestra Madre presidía cada celebración, reinaba en cada corazón, seguía reuniendo a la Iglesia en torno a su Hijo. Que ella nos ayude a seguir dando fruto.