El Evangelio de este domingo complementa el de la semana pasada. Nunca hemos de perder de vista la unidad de toda la Sagrada Escritura y de las enseñanzas de Jesucristo. Hoy se nos recuerda el precepto de perdonar a los demás y se hace sobre la base de que nosotros hemos sido perdonados por Dios. Si nos fijamos en la parábola, no se le pide al siervo que perdone para que pueda alcanzar misericordia, sino que se le recrimina su duro corazón porque a él, que tenía una deuda mucho mayor, le ha sido cancelada. El perdón es uno de los rostros del amor donde este se nos muestra con una fisonomía más nítida. Perdonar es propio de los corazones grandes. Al leer estas enseñanzas de Jesús no podemos dejar de recordar su comportamiento en la Cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Palabras estas que han sido repetidas multitud de veces por los mártires antes de perder la vida en manos de sus perseguidores y, en no pocas ocasiones ha sido causa de conversiones.

Pero el perdón no se improvisa. Cuando es verdadero nace de la profunda experiencia de sentir el abrazo de Dios que perdona nuestras faltas. Sólo así se entiende el comportamiento de los grandes. El beato Tito Brandsma, por ejemplo, que había sido encarcelado en un campo de concentración nazi, respondió así después de ser golpeado salvajemente por un soldado: “Pobrecito, me da tanta lástima, que no puedo quererlo mal”. No es por eso raro tampoco que la enfermera que se encargó de inyectarle ácido fénico para matarlo acabara haciéndose católica y declarando en el proceso de beatificación: “Tenía compasión de mí”.  La muerte de aquel sacerdote carmelita cambió su vida porque descubrió en su rostro la mirada de la misericordia. Porque el perdón tiene un poder restaurador. Lo experimentamos nosotros cada vez que acudimos a la confesión sacramental y vemos como la sangre de Cristo purifica nuestros corazones. A un nivel inferior lo vemos en el nivel humano cuando somos perdonados por otros. El perdón nos retorna la dignidad.

Jesús, que nos está enseñando en qué consiste la misericordia del Padre, de la que nosotros somos beneficiarios pero también transmisores nos recuerda que hemos de perdonar siempre, sin medida. La expresión hebrea “setenta veces siete”, se abre a un horizonte innumerable al que no hay que poner límites. Significa siempre y, porque no, siempre con el mismo entusiasmo y con el mismo amor que la primera vez.

La primera lectura nos exhorta a mirar continuamente a Dios y adentrarnos en su misericordia. Esa es la mejor escuela para aprender a perdonar. Cuando hacen algo contra mí han ofendido a un hombre, pero cuando yo peco, he ofendido a Dios. Pero Dios no me guarda rencor sino que abre sus brazos, envía a su Hijo, me acerca su Iglesia para que yo pueda ser reconciliado. Es bueno rezar con el salmo de hoy: “Él perdona todas tus culpas/ y cura todas tus enfermedades; /él rescata tu vida de la fosa/ y te colma de gracia y de ternura”.

En España hemos visto, en muchas ocasiones como muchos familiares de asesinados por la banda terrorista ETA, perdonaban. Es difícil no emocionarse ante tanta grandeza de corazón y dar gracias a Dios por ello.