La Cruz está en el centro del cristianismo porque en ella dio su vida nuestro Salvador. Jesús mismo, como leemos en el evangelio de hoy, hace referencia a ella. El Hijo del Hombre ha de ser elevado para devolver la salvación a los hombres. En la liturgia del Viernes Santo se canta “mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”.

En sí misma la Cruz no ofrece ningún atractivo. Se trata de un instrumento de tortura y muerte y, es sabido, los condenados a ser clavados en ella sufrían una dolorosa agonía. Sin embargo, al mirar la Cruz los cristianos descubrimos que por ella nos ha llegado la vida. Así lo explica el prefacio de esta misa en el que se contrapone el árbol del paraíso, que prometiendo un fruto apetitoso acarreó la muerte, al de la cruz, que pareciendo totalmente inerte es fuente de vida.

El escándalo de la cruz, del que habla san Pablo, se refiere a la dificultad intelectual y moral, para reconocer que nuestra felicidad pasa por el sufrimiento. En primer lugar se trata del sufrimiento del Hijo de Dios. En la carta a los Filipenses el Apóstol nos habla del abajamiento del Hijo de Dios, que llega a someterse a una muerte ignominiosa. Pero, no sólo queremos ser salvados, sino que además ello se realice de una manera cómoda. De ahí la dificultad para mirar la cruz. Porque al descubrir la entrega de Cristo y su amor se nos hace también patente la gravedad de nuestro pecado.

En el desierto los israelitas, como castigo a su infidelidad, fueron atacados por serpientes venenosas. Muchos morían. Para salvarse habían de mirar a una serpiente forjada en bronce que Moisés alzaba como en un estandarte. No dejaba de ser paradójico que para librarse del veneno hubieran de mirar la representación de quien lo había traído. Al mirar la cruz también nuestra razón choca con un hecho: ¿cómo puede librarme del pecado y darme nueva vida lo que representa el mayor pecado, que es haber matado al Hijo de Dios?

La respuesta está en que, como señala Jesús en el evangelio de hoy, su muerte no fue una casualidad, sino algo previsto por el designio divino. El ha de ser elevado para atraer a todos los hombres, para darles vida eterna. Muere en la cruz haciendo el ofrecimiento de su vida y por su amor infinito nuestras infidelidades, en su sacrificio, nos traen la salvación.

Ese hecho sería ininteligible si el mismo Jesús no nos señalara que hay un amor de Dios por nosotros que supera toda prueba. Ese amor le ha llevado a entregar a su Hijo único para salvarnos. Frente a la posibilidad de condenarnos elige el camino de perdonarnos y para ello el mismo Hijo de Dios asume cargar con una condena, y así muere a las afueras de la ciudad ajusticiado entre dos delincuentes. Por ello no podemos dejar de mirar la cruz en la que atisbamos la hondura infinita del amor que Dios siente por cada uno de nosotros. Mirar la cruz exige la humildad de dejarse amar por alguien que se nos presenta necesitado, que agoniza con el cuerpo destrozado y nos dice que tiene sed. Esa sed, que es de nuestro amor, le lleva a derramar su sangre purificadora desde un altar innoble a los ojos del mundo.