Za 8,1-8; Sal 101; Lc 9,46-50

Así reza la oración sobre las ofrendas en la memoria de estos antiguos santos mártires. ¿Fueron unos insensatos descocados por dejarse llevar a la muerte? Hubiera sido tan fácil no caer en ella; nos es tan fácil encontrar mil rendija

s y pucheritos para no llegar hasta ahí. Te seguiré, sí, pero con las ideas muy claras, sabiendo muy bien el cómo y el porqué de lo que hago. No en la pura insensatez que me lleve hasta el martirio: una muerte innecesaria y que nos saca de toda racionalidad. Deberé tener la seguridad de que eso que hago es lo cabal, lo que de verdad es encontrarse con el Señor y seguir en sus caminos. No un ir más allá de lo que nos pide, arrastrados por viejas tradiciones que la Iglesia ha suscitado y sostenido, pero que nada tienen que ver con el verdadero seguimiento de Jesús. Necesito, pues, tener las cosas muy claras racionalmente en ese seguimiento, no dejarme llevar de suspiros y recalentones que nada tienen que ver con él. Lo haremos todo con cuidado racional. Sin que se nos desmadre en modos que nada tienen que ver con Jesús, los cuales de ninguna manera podría pedirnos. Todo lo deberemos leer con cuidado; ver qué es racional, cómo cuadra con las cosas y maneras que hoy vemos racionales. Lo demás es puro afán de apoderarse de nuestras conciencias, añadiendo filacterias y ropajes que nada tienen que ver con los verdaderos mandamientos de Jesús. Tenemos que resituar el Evangelio, adecuarlo a nuestros tiempos y maneras de ver. No podemos aceptarlo tal como lo recibimos, sin más operaciones. No podemos ser bichos raros que parecen solo tener modos que se enfrentan necesariamente a lo que es el mundo moderno en el que vivimos. El Evangelio, por tanto, debe ser nuestro evangelio. Tenemos que reentenderlo y reinterpretarlo para que quede adecuado a lo que nosotros somos.

Dios mío, ¿será así? ¿Seremos nosotros, a la postre, los dueños del Evangelio que predicamos, por lo que predicaremos el nuestro y no el que hemos recibido, tan antiguo, tan inexpresivo, tan fuera de nuestras maneras? ¿Dónde queda la profecía de Zacarías: yo libertaré a mi pueblo del país de oriente y del país de occidente, y los traeré para que habiten en medio de Jerusalén? ¿Será que necesitamos liberación? ¿Será que Dios irrumpe en nuestras vidas para, abandonando el que es el nuestro, llevarnos a su lugar? Si es así, ¿dónde quedo yo?, ¿dónde queda mi yo? ¿Qué pasa con el fracaso de mi seguimiento, cuando este se dé, que se ha de dar?, ¿podré decir donde dije digo, digo diego? ¿No había puesto mi vida en sus manos? Mi matrimonio, mi continencia, mi celibato, mi pobreza, mi obediencia, mi vida entera, había quedado en sus manos. Yo se los ofrecí. Nadie me obligó. Entendí que a ello me llamaba tu voz personal, Señor. ¡Es tan difícil lo que pareces pedirnos!

Deberemos ser como niños, pero estos no son reflexivos, no pesan las cosas con cuidado, no atienden a la longitud del futuro, creen vivir en un momento que les va a durar para siempre. ¿Cómo ser niños? Niños de nuevo, que tienen tal confianza en su padre, en su madre, a quienes están dados por entero, de quienes todo dependen en lo que son, que cuando vamos paseando levantamos la mano sin mirar para alcanzar la suya. No necesitamos recapacitar. Sabemos que nuestra mano será recogida siempre por su mano amorosa.

Tú, sígueme