Baruc 1,15-22; Sal 78; Lc 10,13-16

Cómo, todavía estamos en estas? ¿No nos habíamos decidido por atender la llamada del Señor y seguirle? ¿Qué te ha pasado, qué me ha pasado? ¿Tan pronto nos olvidamos de aquella suasión de enamoramiento con la que le dijimos: te seguiré a donde vayas, a donde me lleves, y aceptamos otras suasiones y otros enamoramientos? Iré a donde me mandes. Pero no fuimos. O fuimos renqueando y transidos por el recuerdo de las cebollas y tajadas de carne que comíamos antes, como aconteció a los israelitas que iban por el desierto caminando los caminos de Dios, pero solo vivían del recuerdo de la plácida servidumbre en Egipto de donde su Señor los sacaba. ¿Cómo nos va a extrañar, pues, como rezamos con el salmo, que los gentiles hayan entrado en nosotros, en nuestro corazón, que era su heredad, profanando el santo templo de nuestra carne, habitada por el Espíritu? Por eso nuestros enemigos se rieron de nosotros, pues veían cómo nos habían vencido, a nosotros que, al parecer, con tanto ímpetu comenzamos nuestro seguimiento como respuesta a la llamada del Señor. Sígueme, nos dijo, te dijo, me dijo. A tu corazón y al mío. Pero pronto comenzamos a titubear y a escabullirnos. Nos olvidamos de todo y seguimos nuestros malos deseos. Incluso, quizá, no solo comenzamos a ir para cualquier lado, sino que enderezamos nuestros pasos para volver a aquel lugar de donde habíamos salido, lo peor que en nuestra vida podíamos hacer. Corretear en ziz-zag o hacia puntos sin salida nos aleja de nuestro seguimiento, lo hace difícil, lo enturbia, aunque nos podemos rehacer, pero la vuelta atrás es una tentación definitiva, no hay remedio. Nos convierte en estatuas de sal.

¿Qué nos ha ocurrido, Señor?, ¿cómo ha sido posible? Quizá pensamos que todo lo podíamos, que nos sobraban fuerzas, que éramos capaces de seguirte a grandes pasos. Quizá no calculamos la dificultad de ese seguimiento, los vericuetos obscuros por los que atravesaríamos, el barro y la fragilidad que nos conforman. Quizá pensamos que podríamos con todo, sin darnos cuenta de la realidad sangrienta de tu cruz. Fuimos, seguramente, gallitos ensoberbecidos. De este modo no percibimos que éramos cadáveres echados en pasto a las aves del cielo, como Pedro, quien, enseguida, te negaría tres veces. Así, no percibimos cómo nuestros enemigos, tus enemigos, echaron nuestros despojos hediondos a las aves carroñeras; nuestra carne corrompida a las fieras de la tierra; putrefacción con la que se satisficieran. Pero el Señor, como a Pedro, nos preguntó si lo amábamos, y nosotros por tres veces le respondimos: tú sabes que te quiero. De este modo pudimos darnos cuenta de cómo habíamos abandonado tu seguimiento, de que nos habíamos dejado llevar de nuestros propios deseos, de que nos habíamos vaciado del Espíritu llenándonos de nosotros mismos.

¿Podéis? Podemos. Tal fue el desparpajo de los hijos de Zebedeo. No midieron sus fuerzas, pero confiaron en que tú nunca los abandonarías, y esa sería su fuerza increíble, porque no hay otra. Y fueron contigo hasta el martirio. Su único deseo eras tú, Señor. Por eso pudieron, por eso tuvieron la osadía de decirlo y, luego, de poderlo. Se dejaron llenar del deseo de ti, que es realidad del Espíritu en ellos. Su deseo fue abrir su ser de carne a la realidad del Espíritu de Jesús, Espíritu de Dios, Espíritu Santo, que vivía en ellos. Vivieron de la fuente límpida de tu deseo.

Y tú, no dejándote llevar de malos deseos, sígueme.