Baruc 4,5-12.27-29; Sal 68; Lc 10,17-24

Porque el Señor escucha a sus pobres. Y esa escucha es gracia y misericordia, de modo que se convierte en acción. Escuchamos la llamada del Señor en la frágil pobreza que es la nuestra, y le seguimos. Ello no nos hizo fuertes, de modo que podamos ahora las cosas por nosotros mismos. Seguimos siendo un vaso frágil, aunque llevemos dentro un tesoro. Y lo importante en nosotros es ese tesoro. Es él quien nos conmueve y hace que le sigamos. Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. Lo que tenemos nos lo ha dado y nos lo seguirá dando. Nos ha dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Éramos tan poco cosa, seguimos siendo tan débiles y quebradizos, que no confiamos por entero en el Señor. Corrimos tras él caminando sobre las aguas, saltando sobre las tempestades, pero en un momento parecía que nos hundíamos. ¡Señor, que me ahogo!

Estad alegres. ¿De qué, de nuestros éxitos, si es que los hubiere, de lo que hacemos en el nombre del Señor? Porque, aunque parezca poco y escondido, lo hay. Actuamos en el nombre del Señor. Somos sarmientos en los que se dan los racimos de uva, con tal de que estemos bien insertos en la vid, que es Cristo, a quien seguimos, quien nos envía su Espíritu. Mucho es lo que pende de nosotros, por tanto, aún en medio de nuestra insólita fragilidad. Pero, nos dice Jesús, no estéis alegres por ello, sino porque vuestros nombres están inscritos en el cielo. Somos carne de Dios.

El Señor escucha a sus pobres. Por eso, no lo dudes, te escucha también a ti, que lo abandonaste todo para seguirle cuando oíste su llamada. Sígueme. Grita al Señor para que no te olvide. Parece que las cosas te salen mal, que no tienes fuerzas, que los enemigos te vencen y te arrebatan como presa suya, que has sido entregado a ellos. Ves ahora lejanos los primeros momentos del seguimiento. A lo mejor ya ni siquiera puedes estar seguro de la fuerza de aquel entonces que te da tu memoria. Se va convirtiendo en un lejano recuerdo que comienza a desaparecer ante las dificultades insuperables de tu matrimonio, de tu celibato por el Reino. Has conocido el pecado más de lo que podías sospechar, habiendo creído en un principio que estaría fuera de ti ya para siempre. Mas, no, la vida de cada día, en su inmensa largura, te va poniendo delante una imagen de fragilidad, de vaso rompible, si no quebrado y roto. Pero no, no, lo importante es que sigas llevando el tesoro que te llena, y él será el que vuelva a dar forma a la vasija de tu ser de carne. Una y otra vez. Porque tu nombre ha sido inscrito en el cielo con la llamada: este es de aquí. El Señor no ha de abandonarte, pues se alegra con nosotros de la dicha de lo que nuestros ojos han visto. Le hemos visto. Le hemos oído. ¿Quién, pues, nos ha de vencer? No te sofoques, que el Señor escucha a sus pobres, a los que él escogió y llamo a su seguimiento, aunque sea en un camino de cruz. Allá, junto a María y al discípulo amado, veremos salir de tu costado sangre y agua. Los sacramentos de le Iglesia, el bautismo que nos incorpora a ella y la eucaristía que nos hace carne de Dios.

Y, tú, no tengas miedo, sígueme