Jonás 3,1-10; Sal 129; Lc 10,38-42

Así es la oración de los santos. También la de Francisco. María ha escogido la mejor parte. Pero esto no significa que lo hagan por sí y por sus méritos. Fue maravillosa la limpieza del joven de Asís —Francesco, es decir, Francesito como le puso su madre por nombre—, su decisión de seguir al Señor Jesús en pobreza absoluta, cuando era el niño bonito de su ciudad, y muy rico. Descalzo. Dejando sus vestidos en manos de Guido, recién consagrado obispo de la ciudad —unos pocos años más tarde, dos desde su muerte, pues la vida de Francisco fue corta, tuvo la inmensa alegría de asistir a su subida a los altares—, y marchando en absoluta desnudez. Se fue a las montañas a rezar día y noche. Buscaba acompañar al Señor Jesús en su pobreza, en su desnudez, en el camino de la cruz. Asombra la ingenua y humilde osadía que fue la suya. Sin pensarlo, sin siquiera mirar para atrás; en poco tiempo se encontró con una turbamulta de seguidores que caminaban tras él. Su acción fue providencial. Se convirtió en una de las columnas de la Iglesia, entonces en fragilidad extrema.

Tan grande fue su seguimiento que nos puede parecer, como tantas veces acontece con los santos, que no nos sirven de ejemplo. Quedamos obnubilados. No podemos ser como ellos. ¿Quién te lo dice? Francisco siguió el camino del Señor con una inmensa humildad, en extraordinaria pequeñez. No se le ocurrió pensar que estaba iniciado algo grande, un nuevo camino del seguimiento de Jesús. Él y los que se fueron con él eran los hermanillos; así se conocían entre ellos, así los llamaban. En su inaudita nadería, tuvieron un impacto asombroso en la Iglesia y en la sociedad de su tiempo, y esa influencia llega hasta nosotros.

¿Quién te dice que en la pequeñez de tu propio sí, con el que respondiste a la llamada del Señor, no se inicia algo asombroso? Porque el asombro está en que sigas al Señor, en que no cejes en ese seguimiento, en que andes en el camino de la cruz, junto a él. Pues en ese seguimiento no hay insignificancia. Esta puede darse a los ojos del mundo, de quien te vea y no entienda lo que eres. Pero no ante Dios. Y los caminos de Dios tienen su propia lógica. Él sabe a dónde te conduce. Él sabe el valor ante su gracia de tu seguimiento. Puede que nadie sepa de ti, pero él si sabe de ti, de tu entrega, de tu sí, de la gracia que te sostiene, de los ángeles que suben y bajan del cielo hasta ti para presentarte ante el trono de su misericordia. No te preocupes, el Señor está contigo. Él sabe de ti, incluso de tus fragilidades. Es él quien te sostiene y te conduce con su mano bondadosa. Sabe de tus dificultades. ¿Conoces tú por lo menudo la vida de Francisco de Asís, cómo pasó por terribles sufrimientos, en una parte no pequeña provocados por los suyos, por los que eran hermanillos como él? ¿Sabes de la calidad asombrosa de la contemplación que el Señor le regaló?

Pero, en un aspecto, eso es lo de menos, lo decisivo fue el acto que dio consistencia a su vida, cuando, dejando sus ropas al obispo Guido, se fue a vivir la pobreza con el señor Jesús. Todo lo demás fue gracia. Eso también.

Tú, déjate de cuentos, y ven y sígueme.