Deut 8,7-18; Sal 1Cró 29; 1Cor 5,17-21; Mt 7,7-11

Vieja fiesta  de cuando a comienzos de octubre se habían recogido las cosechas y se comenzaba a pensar en la nueva sementera. Acción de gracias, petición y conversión era sus tres ejes. En nuestros modos de vida ahora no se da un corte en nuestras actividades de modo que se termina un año de trabajo y se reposa para comenzar el siguiente. Aunque, es verdad, entre nosotros ahora se da el comienzo del nuevo curso, que significa algo por el estilo.

Dominamos la creación, pero sin que tal cosa signifique que lo nuestro sea esquilmarla y la empobrecerla. Y cuando es así, tenemos que convertirnos con rapidez, con la clara consciencia de que, aun siendo los únicos seres creados que la comprendemos en su propio ser, no solo en el nicho estimúlico en el que se encuentran encerrados, como acontece con las demás criaturas, eso no conlleva que la manejemos a nuestro antojo, aunque tengamos poder para ello. Nos jugamos el futuro en comprender las cosas de la creación de este modo. Nuestro extremo conocimiento de ella no puede ser arma para chupar su alma y despojarla en nuestro solo y rapaz beneficio, lo cual, además, es tirar piedras contra nuestro propio tejado, pues dependemos de ella y de su estado de sanidad.

Acuérdate del Señor, tu Dios; es él quien te da fortaleza para crearte esas riquezas, y así mantiene la promesa que hizo a tus padres, que hoy renueva. Vivimos de la solidaridad de quienes nos precedieron y de la que se da ahora entre nosotros, así como de la solidaridad con las cosas de la creación. No olvidemos que es nuestro Padre del cielo quien nos da cosas buenas a quienes se las pedimos. Supliquémosle hoy que nos ayude a reconocer como dádiva suya lo que hemos recibido sin merecerlo.

Por ser de Cristo, somos cinturas nuevas. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Estamos reconciliados en Cristo y ha sido él quien nos encargó el ministerio de la reconciliación. Primero, Dios, por medio de Cristo, nos reconcilió y nos ha confiado a nosotros la palabra de reconciliación. Actuamos como enviados de Cristo. Lo que hacemos es fruto de su envío. Nuestra acción, por tanto, es cosa suya; siendo cosa nuestra, procede de él, pues él nos reconcilió consigo en primer lugar. Dios hizo a su Cristo expiación por nosotros y por nuestros pecados, para que Dios mismo exhortara a todos por nuestro medio.

Se puede decir por eso que si no estuviéramos nosotros reconciliados con Dios al haber recibido su justificación por la sangre de Cristo derramada en la cruz, no habría difusión a los demás seres personales como nosotros, ni tampoco se extendería a todos los seres creados que nos miran para ver cuándo llega su propia redención, como nos enseña san Pablo en el capítulo 8 de la carta a los Romanos. Así pues, tú, que sigues la llamada de Cristo, eres parte decisiva en esta red de redención y de justificación. Nada depende de ti, es claro, pero todo pende de ti. Si no hubiera seguidores de Cristo como tú, que has atendido a la palabra de Jesús que te dijo: Sígueme, nada se nos daría, nada encontraríamos, ninguna puerta se nos abriría. Tú, con tu seguimiento, eres parte esencial de la red de misericordia de Dios en Cristo Jesús.

Por eso, no cejes en tu empeño: tú, sígueme.