Joel 4,12-21; Sal 96; Lc 11,27.28

Parece que en el evangelio de Lucas que hoy hemos leído Jesús no da demasiada importancia a su madre. Precisamente este evangelista que, en sus tres primeros capítulos, pone a María, la madre de Jesús, en el centro de este comienzo de su biografía del Señor. Desde el nacimiento del vientre la María hasta el espectáculo, como le llama, de la muerte en cruz. ¿Por qué, ahora, por tanto, ese aparente desplante? Una mujer de entre el gentío alabó la dicha de su madre por haberle parido, y lo hizo a grandes gritos. Mas Jesús nos hace ver que esa no es la dicha definitiva, pues esta es escuchar la palabra de Dios y cumplirla. Tal cosa nos hace echar una mirada a aquellos primeros capítulos en donde hemos visto cómo la elección de la humildad de la esclava del Señor es la que le hace la llena-de-gracia. El hecho físico de la carnalidad biológica, de que Jesús es carne de su carne, está ahí, sin duda, con toda su importancia, pero de nada valdría si no se diera en la escucha humilde de la palabra. Pues la Palabra habitó en ella, porque ella creyó la palabra del ángel que le hablaba de parte de Dios, la escuchó y la cumplió.

Desde ahí, toda escucha y cumplimiento de la palabra de Dios es participación en la maternidad de María. Como dijo san Agustín, aunque seamos hombrones de bigote y barba, somos también madre de Jesús, pues lo parimos para los demás, para que sea también en ellos carne de su carne. Lo físico, no cabe duda, es decisivo; sin ello nada se daría después, ya que no se trataría de una realidad, sino de virtualidades imaginarias, de simbolismos y maneras de comprender, pero no de signos de realidad. Mas en lo biológico no se termina todo, por cautivador que sea, como lo era para la mujer que gritó esos piropos. La carne se hace palabra y acción. Palabra y acción de Dios. Se hace cumplimiento de la misión. Se hace realidad de la muerte en cruz, del agua y la sangre que constituyen la Iglesia por el bautismo y la eucaristía. Todo esto, es obvio, la mujer gritadora no lo podía prever. Por eso Jesús nos llama la atención para que comprendamos la realidad de la carne salvadora de Cristo: mejor, dichoso si escuchas la palabra de Dios y la cumples.

Que sea así te posibilita el seguimiento. No es participación en una etnia, la de los descendientes de Jesús, como hubiera sido entre los israelitas. Incluso se da en él una sorprendente realidad, la del celibato por el Reino. Y tu llamada, quizá, ha sido para que también tú participes en esa realidad de tu celibato por el Reino. Nadie te obliga, ni siquiera la llamada de Jesús. Antes de embarcarte en ese caminar, deberás tener muy presente la franqueza de Pablo: mejor es casarse que abrasarse. Pero si has sido llamado personalmente por Jesús para que le siguas en este celibato por el Reino, entonces comprenderás en plenitud lo que es mejor. Entonces recibirás la gracia que corresponde a esa misión difícil. No mejor que la del matrimonio, sino la tuya, tu llamada personal. Una llamada, en ti, a la perfección, para que la vivas de la misma manera que la vivió Cristo. Camino de cruz, sin duda, como cualquier otro seguimiento de Jesús, como también lo es el matrimonio, pero ahora este será tu camino.

Y, tú, sígueme.