Estos días, en la primera lectura, leemos la carta a los Romanos. Todas las enseñanzas del Apóstol, dice santo Tomás, tratan sobre la gracia de Cristo y, singularmente esta carta. San Pablo, que ha expuesto la necesidad que todos los hombres, tanto gentiles como judíos, teníamos de la salvación hoy incide en la potencia del amor de Dios.

Empieza señalando que si Dios ha entregado a su propio Hijo por nosotros, por nuestros pecados, con Él nos lo da todo. Por eso la fe nos abre a un horizonte infinito, el de los dones de Dios. Recuerdo a una chica, agobiada por una pesada carga personal y distante de la Iglesia, que pensaba ella que no la comprendía y aún acentuaba su malestar. A través de unos amigos conoció a Jesucristo y, poco a poco, fue abriéndose a la fe. Cuando su adhesión fue más plena confesaba: “ante la grandeza de Jesucristo todos mis problemas, que siguen existiendo, me parecen pequeños”. Y algo parecido nos dice hoy el Apóstol. ¿Cómo no darnos cuenta, si hemos conocido a Jesucristo, de la inmensidad del amor de Dios? No es que por medio de Él nos lleguen algunos bienes, sino que con Él se nos da el sumo bien. Porque Jesús es Dios que se entrega por nosotros y nos hace don de su vida.

Por eso el Apóstol, con lenguaje encendido y lleno de emoción, nos recuerda que nada hay que nos pueda separar del amor de Cristo. Porque la omnipotencia de Dios se ha manifestado en Él, destruyendo la muerte con su resurrección. No hay poder alguno que se le pueda contraponer. Dicho de otra manera, Cristo, al salvarnos, nos ha redimido del todo. La obra de Dios es en Él completa. Dios nos ha liberado del pecado y, como señala san Pablo, nos ha llamado a una vida de amistad con Él.

Así se ilumina en qué consiste la vida cristiana: en un andar con el Señor totalmente penetrados de su amor. Cuando nuestra vivencia del amor del Señor es grande entonces verificamos que nada nos puede apartar de Él. No hay ninguna situación en la que no se manifieste el poder de su amor. La decisión de Dios es irrevocable. De ahí que permitiera que su Hijo cayera en manos de malhechores que lo hicieron sufrir y lo crucificaron. De ahí que podamos tener la plena seguridad de que Dios va a estar siempre con nosotros. San Pablo nos llama la atención para que seamos capaces de reconocerlo. De ahí que señales que en cualquier circunstancia, y señala algunas muy difíciles, podemos salir vencedores. No por nuestras fuerzas, sino por la asistencia del amor de Dios, que nunca defrauda.

Por otra parte, el texto de hoy nos lleva a pensar en cuál es nuestra correspondencia a ese amor de Dios. Lo primero, quizás, es tomar conciencia de cómo nos ha amado Dios. Porque, en medio del trajín de este mundo, quizás nos pasa desapercibido. Toda una vida no basta para ponderar el gran amor que Dios nos ha tenido. Y la manera que tenemos de responder a él es con un “amor agradecido”. A Dios sólo le podemos retornar lo que previamente hemos recibido de él. Incluso en la Misa confesamos que el pan, que después se convertirá en el cuerpo del Señor, lo hemos recibido de su bondad. Todo viene de Él. Pero, desde nuestra libertad, podemos corresponder con el amor agradecido. Y por esa vía vamos adentrándonos en el misterio del amor de Dios y comprobamos cada día que Él nunca nos deja.