La primera lectura y el Evangelio de hoy lanzan duras advertencias contra los que guían la comunidad y, por extensión, a todos los cristianos. Por contraste, la epístola de san Pablo nos da la medida del auténtico apóstol. Si Jesús, al igual que Malaquías, advierten a los sacerdotes y maestros de la ley que no confirman con su ejemplo lo que anuncian con sus palabras, y así son causa de que muchos se aparten y caigan, Pablo dice: “os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos”.

El método que Dios ha escogido para revelarse contiene tanto palabras como hechos. Así lo recuerda la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II. Dios no sólo ha dado a conocer su voluntad sino que ha actuado en la historia. De la misma manera Jesús confirmaba con su vida la doctrina que salía de sus labios. Por eso dice Agustín que la mejor alabanza que puede tributar un cristiano a Dios es vivir conforme a lo que cree. Las acciones, y no sólo las palabras, son signo del auténtico culto a Dios. De ahí que Pablo VI dijera que nuestro siglo de lo que estaba más necesitado era de testigos. Y la Evangelización de la Iglesia ha avanzado con la magistral combinación de ambos elementos. Pensemos, por ejemplo, en san Pedro Claver, apóstol de los negros. Cuando llegaban los barcos con esclavos a Cartagena de Indias, lo primero que hacía era atenderlos en sus necesidades materiales. Curaba sus enfermedades, los alimentaba,… encendía, en definitiva, sus corazones con el fuego de la caridad. Una vez habían perdido el miedo y habían repuesto las fuerzas, entonces los instruía para que libremente pudieran adherirse a la fe cristiana. El mismo modelo encontramos en todos los santos de la caridad. Sus obras mostraban su doctrina y las explicaciones iluminaban sobre el sentido de sus acciones. Es el método de Dios.

Sin duda el ejemplo de los cristianos es una gran baza apostólica. Recuerdo en un colegio, intentando explicar a los alumnos la doctrina de la Iglesia sobre la castidad y el sentido de la sexualidad en el plan de Dios, que no lograba hacerme entender. Al final, agotado por mi incapacidad se me ocurrió poner el ejemplo de algunos profesores quienes, a pesar de su juventud, no temían tener hijos. Entonces algunos de los alumnos empezaron a reconocerme que, por el ejemplo de ellos y la alegría que irradiaban, intuían que la enseñanza de la Iglesia debía ser verdad. Nosotros no nos quedamos sólo con las palabras de Jesús, sino con toda su vida. Por eso nuestro testimonio no puede reducirse a la predicación o la enseñanza sino que también debe abarcar nuestras acciones. No hemos de temer la incoherencia porque el mismo Jesús nos comunica su vida y nos promete la asistencia del Espíritu Santo. Hay que luchar para ser mejores, pero no desesperarse por las limitaciones.

Por otra parte, Jesús también nos advierte que aunque no debemos imitar la conducta de los malos pastores no por ello hemos de dejar de acoger sus enseñanzas. Una excusa muy extendida es la de ampararse en el mal ejemplo de otros para negar la doctrina. Es fácil darse cuenta de la incoherencia de los demás. Cierto que el vaticano II alertó de que una posible causa del ateísmo contemporáneo podía estar en el mal ejemplo de los cristianos. Pero, pensando en nosotros mismos, hemos de aprender a distinguir la doctrina del Evangelio de la vida de quienes nos lo predican.