El otro día fui a ver la película El árbol de la vida. Las imágenes y la música son espectaculares, pero como la historia es poco trepidante puede hacerse algo pesada para el público. Dura más de dos horas y, cuando yo fui al cine, hubo unos cuantos espectadores que se levantaron cuando escasamente habíamos visionado los primeros cuarenta minutos. Se trata de una película que intenta responder a los grandes interrogantes del hombre y, especialmente, al problema del mal. Parte de una afirmación del libro de Job: “¿Dónde estabas tú cuándo yo creaba los cielos?”. Y el director intenta mostrarnos una respuesta al drama del hombre para que este no ceda a la angustia: hay un origen de todo, que responde a un designio amoroso, y hay un final en el que es posible recuperarlo todo purificado. Discutimos con los amigos sobre la perspectiva creyente de la película y algunos la consideraron católica. Yo no estoy seguro de ello, pero sí que me parece honrado incluir nuestra corta existencia, no exenta de problemas, en un horizonte más grande; en la mente de otro, que es Dios.

En la primera lectura de hoy san Pablo nos habla de los designios inescrutables de Dios. Nadie conoce su mente y nos es difícil seguirle el rastro. Argumenta todo eso señalando el misterio del mal, que es permitido en el plan de Dios. Lo dice con estas palabras: “Dios nos encerró a todos en desobediencia para tener misericordia de todos”. Desconozco el alcance último de esta afirmación, pero la encuentro muy consoladora.

Con frecuencia me encuentro con personas a las que la injusticia o avatares de la vida han sumido en un gran sufrimiento. Muchas veces no sé qué decirles, y prefiero callar porque creo que mis argumentos chocarían y se romperían con su dolor. Pero siempre intento conducirlos a que confíen en la misericordia de Dios. Porque finalmente, para quien confía en el Señor, triunfa el bien. No se trata de un argumento para huir de la realidad e ignorar el mal que nos rodea por todas partes. Por el contrario se trata de descubrir en toda la realidad las huellas de un Dios bueno que ha creado el mundo, que nos ha dado la existencia y que nos ha mostrado su amor en la persona de su Hijo, que murió por nosotros. Ese amor debe ser contemplado, porque es el marco en el que nosotros experimentamos las limitaciones. Ignorarlo sería injusto. Precisamente experimentamos el mal porque nuestro corazón no lo acepta. Se sabe llamado a algo más grande y reclama la felicidad que encuentra prometida en su interior.

El salmo de hoy se mueve en la misma dirección. Un hombre herido, en sí mismo o en la suerte de su pueblo, proclama la grandeza de Dios porque sabe que Él nunca se olvida de los pobres. Y anuncia la reconstrucción de las ciudades, en alusión velada a la felicidad eterna que se nos promete en Jesucristo. Precisamente la experiencia de la bondad original del mundo es la que nos lleva a abrir nuestra mente con esperanza sabiendo que Dios nunca nos va a abandonar. Incluso en el dolor podemos darnos cuenta de su compañía y sentir el consuelo de su presencia.

San Pablo nos dice que nadie le ha dado nada antes a Dios. Todo procede de su generosidad. Constatar ese hecho, que nuestra existencia nos ha sido regalada, es un primer paso para esperar bienes más grandes. Que la Virgen María nos ayude.