Ez 47,1.2.8-9.12 o 1Co 3,9c-11.16-17; Sal 45; Jn 2,13-22

Ezequiel ve visiones. En el templo. Mana agua por todas partes, por debajo de su umbral, por el lado derecho, al sur del altar. Agua que fluye, corre y desemboca en el mar de la Sal. En ambas riberas del torrente crecen toda clase de árboles que no se marchitan. ¿Qué es?, ¿qué pasa? Es el templo de Dios. Todo mana de él. Él es fuente de vida. Ningún fruto se ofrece si el árbol del que pende no está regado abundantemente del agua que sale de él. Y esa agua es el Espíritu del Señor. Nada podemos sin él, seríamos un mero secarral en el que nada crece. Puro infierno. Hasta los árboles morirían de consunción. Nada somos sin él, ningún fruto pendería de nosotros sin esa agua que mana de las entrañas mismas del templo.

En la escena del evangelio comprendemos que lo de Ezequiel era una visión; bien poco tenía que ver con la realidad de vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y de cambistas sentados allá, que taponaban con sus intereses y con sus dineros el lugar por el que mana el agua de la vida. Al punto lo comprende Jesús. Hizo un azote de cordeles. Los echó a todos del templo. Esparció las monedas. Volcó las mesas. E increpó con violencia a los mangarranes que ocupaban con sus negocios el sitio del Espíritu. No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.

Con qué facilidad convertimos el templo en el lugar de nuestros acomodos. Incluso el templo de nuestro cuerpo. No es lugar de silencio orante, sino de rebusca de ganancias, pequeñas o grandes. También nosotros taponamos las fuentes de donde mana el agua de la vida, de nuestra vida, para que solo salgan los efluvios de una substancia viscosa como la pez. Cegamos con nuestros intereses los lugares por donde el Espíritu se vendría a nosotros.

Pues también nosotros somos templo, edificio de Dios, y el Espíritu de Dios habita en nosotros. Mire cada uno cómo construye. Nuestro único cimiento es Cristo. Sobre él construiremos. Y el fuego ha de probar la calidad de la construcción.

Porque él es templo, porque su cuerpo lo es, porque es templo de carne, la suya, en nuestro seguimiento de Jesús también nosotros somos templo de Dios. Y este templo es santo. Es Dios quien nos hace santos, y es él quien hace santo el edificio de carne en el que celebramos la eucaristía en la Iglesia, así como ese en el que se nos da el don de esa comida y de esa bebida, nuestra carne. Por ello, también de nosotros mana agua de vida. El agua del Espíritu. Él hablaba del templo de su cuerpo, y por eso nosotros debemos hablar del templo de nuestro cuerpo. No puede haber en él vendedores ni cambistas, no puede ser el interés lo que nos gane, no podemos convertirnos en lugar de mercadeo. Tenemos que barrer de nosotros esa substancia viscosa que tapona y desvía el agua del Espíritu que nos ofrece su vida. Somos templo del Espíritu. El Espíritu del Señor se aviene a nosotros, al fondo mismo de nuestro ser, para estirar de nosotros hacia él con suave suasión. ¿No le dejaremos actuar en nuestra carne? ¿Preferiremos convertirnos en cambistas y vendedores en lugar de ser seguidores del Señor Jesús? Soy templo de Dios, si lo destruyo, el Señor mismo me destruirá. Porque ese templo de Dios que somos nosotros es santo.