Sab 7,22-8,1: Sal 118, Lc 17,20-25

Jesús nos dice en el evangelio de Lucas que hoy leemos cómo el reino de Dios no vendrá espectacularmente, no se dirá que está acá o allá para correr tras él, porque está dentro de nosotros. La Sabiduría ha llegado a nosotros, aposentándose en nosotros, y su espíritu nos penetra con todas sus cualidades, las que desgrana con maravillosa parsimonia la primera lectura. Nos deja asombrados, pues pensábamos que esas eran las cualidades del Hijo, del propio Jesús, y de pronto nos damos cuenta de que todas esas adjetivaciones del espíritu nos pertenecen también a nosotros: el reino de Dios está dentro de nosotros. Y el quicio y centro de ese reino es el Hijo, quien nos envía la sabiduría de su Espíritu. Cuando grita en nuestro interior esa oración que nos sale de lo más íntimo del alma: Abba, Padre, todo lo demás se nos está dando por añadidura. Nuestra vida está también adjetivada con veinte cualidades asombrosas, imponentes. ¿Cómo será posible?, ¿todo eso se nos aplicará también a nosotros? Sí, porque la propia Sabiduría se hace presente en nuestro ser, penetra nuestra carne, estirando de ella con suave suasión, para hacernos hijos en el Hijo. Santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante… Eso somos en el Hijo, con él y por él, pues su Espíritu, Espíritu del Padre y suyo, toma posesión de nosotros. Creados a imagen y semejanza de Dios, ahora nos hacemos —Dios Padre nos hace en la cruz de su Hijo— reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad. En el Hijo, con el Espíritu, espíritu de Sabiduría, todo eso se nos ofrece, pues Dios ama solo a quien convive con la sabiduría.

¿Cómo?, ¿te has vuelto loco?, ¿no has hecho todas esas adjetivaciones cosa nuestra, cuando tan solo son de Dios? Pero si fueran únicamente de Dios significaría que no nos ha hecho participar de su naturaleza divina, como acontece cuando nos alimenta con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, como de manera tan frecuente rezamos en las oraciones, por ejemplo, después de la comunión del pasado domingo 9 de octubre, 28º del tiempo ordinario. Esa participación nos hace seres divinos, poseedores de la Sabiduría, la cual no es cosa nuestra, pero que, como los racimos de la uva madura de la que saldrá el buen vino del reino, penden de nosotros, aunque, es verdad, nada depende de nosotros, pues es pura gracia. Si nos miramos en le espejo, no ha de ser nunca para vernos con gratitud exclamando a grandes voces: “mecachis, qué guapo/a soy”, pues a quien veremos será a Jesús colgado en la cruz. Porque es así, todas esas adjetivaciones son cosa nuestra, pues nosotros somos de Cristo y Cristo de Dios.

Y cuando en ese espejo en que nos hemos mirado vemos a Cristo, sabemos que ha de padecer mucho y ser reprobado por esta generación. Fácil es, incluso, que nosotros mismos, tú y yo, seamos quienes lo reprobamos, pues somos frágiles y pecadores. Vasijas de barro, pero que llevan dentro un tesoro. Un tesoro que solo alcanzará su resplandor definitivo al final, cuando el Hijo del hombre aparezca como el fulgor del relámpago. Qué de ocasiones tendremos hasta entonces de abandonar la sabiduría y mancillar nuestra naturaleza divina. Necesitaremos día a día la humilde fe que, pase lo que pase, sea lo que fuere con nosotros y con nuestra vida, confía en Dios, la cual nos abre las puertas de la promesa.