Sab 13,1-9; Sal 18; Lc 17,26-37

Aquel día. Cuanto más nos acercamos al final del año litúrgico, más nos aparece aquel día. ¿Cuál? Si estás en la azotea no bajes a por tus cosas. Si en el campo, no vuelvas. ¿Qué pasará, pues, aquel día? Dos en una misma cama, y uno se lo llevarán y al otro lo dejarán. ¿Quién, Señor?, ¿quién?, ¿

de qué se trata? ¿Dónde acontecerán esas cosas tan terribles, como en Sodoma, que llovió fuego y azufre? ¿Será, simplemente, el anuncio del final? Mas ¿de qué final? Será entonces cuando el cielo proclame de modo definitivo la gloria de Dios. Será entonces cuando su voz resuene por toda la tierra y hasta los fines del orbe llegue su mensaje.

Llevábamos una vida normal, hacíamos las cosas corrientes a las que dedicábamos la vida: comer, beber, comprar, vender, producir, construir, reproducirnos. Pero, sin saberlo, estaremos viviendo los días del Hijo del hombre. Llegará el diluvio y nos arrasará si no vivimos según su realidad en estos últimos días. Nuestros días. Porque nosotros estamos viviendo ya esos días últimos, los días del Hijo del hombre. Si no somos conscientes, seremos barridos por el fuego y el azufre. Si no vivimos mirando a aquel día, sabiendo que ahora, en esa mirada, nos lo jugamos todo en nuestro estar en el reino de Dios, para nada servirán nuestro vivir cotidiano del comer y beber, construir y reproducirnos. Si cuando pasamos junto al espejo solo nos vemos a nosotros mismos con nuestros gestos habituales, y nos contemplamos con complacencia, miramos mal lo que somos, no vemos la sanguinolencia de nuestra carne, nada tenemos que ver con estos días últimos del Hijo del hombre.

Ignoraremos a Dios, incapaces de haberle conocido partiendo de las cosas buenas que están a la vista. San Pablo insistirá con enorme fuerza en esto al comienzo de la carta a los Romanos. Viendo lo creado, no habremos reconocido a su Artífice. Y los nuestros serán los diosecillos del bajo vientre, del comer y beber, del fuego y del viento, del comprar y vender, del trabajo constructor de vaciedades. Miraremos a los astros para guiarnos en nuestros pasos. Quedaremos fascinados por una hermosura que, en definitiva, nada tiene de bello, de esa belleza con la que el Dueño creó el universo, y a nosotros a su imagen y semejanza, pues, por la magnitud y belleza de las creaturas, se descubre por analogía el que le dio el ser.

¿Dejaremos de comer, de beber, de comprar, de vender, de construir y de reproducirnos? Claro que no, pero lo haremos del modo analógico, como nos enseña el libro de la Sabiduría, esto es, cuando hagamos lo que hacemos, estaremos comprendiendo que ese actuar, tan normal, tan corriente, tan pequeño, nos va acercando a Dios, de modo que nuestra mirada va ascendiendo a aquel que todo lo creó y, turbados nuestros ojos por nuestra inmisericordia, por nuestro apego a aquellos diosecillos, cuanto más elevamos nuestra mirada hacia él, mejor vamos comprendiendo nuestros pecados, los cuales, en esa elevación, van convirtiéndose en un verdadero agujero negro, tal es la distancia de lejanía que hemos ido tomando de nuestro Creador. Así pues, nos vamos conociendo tal como somos en nuestro alejamiento y en las consecuencias tan desdichadas que eso tiene en nuestra vida y en el trato con los demás como nosotros y, también, con las demás creaturas, y, entonces, en esa mirada ascendente que se encuentra con la cruz salvadora, todo lo nuestro se transfigura.