1Mac 7,1.20-31; Sal 16; Lc 19,11-28

El martirio que hoy se nos muestra en la lectura de Macabeos, la madre y sus siete hijos, es un despertar al Señor: solo obedeceré los decretos de la ley dada a nuestros antepasados por medio de Moisés. Nuestras palabras no han de ser muy distintas, porque vendrán cuando estas hayan tenido cumplimiento en Jesucristo: solo obedeceré el decreto del amor que tú nos has dado a cuantos vivimos de la fe en ti, Señor. A ningún otro, pues no nos sometemos a ningún decreto del imperio que quiere hacerse con nuestras vidas. No tendremos miedo, porque él nos guardará como a las niñas de nuestros ojos. Por nuestra fe en él, él estará con nosotros para siempre. Todo nos lo ha dado. Todo nos lo dará, como ya se lo dio a nuestros padres. Formamos comunidad de fe, somos cuerpo del cual él es cabeza; cabeza de la Iglesia. Pase lo que pase, hagan lo que quieran con nosotros, despertaremos y nos saciaremos de su semblante. Nadie nos podrá. Aunque nos quieran quitar todo lo que somos, incluso cuando arramblen con nuestra vida. Los ejemplos que vamos leyendo en los Macabeos son maravillosos. Porque hasta el martirio puede ser para nosotros cosa buena. Buena, porque nos pone junto al Señor, clavado en la cruz. Nadie, pues, se hará con nosotros. Viviremos de la fe, porque hasta esta, nuestra fe, lo único que tenemos nuestro, es regalo del Señor. Nuestra vida y nuestra muerte son una gracia del Señor; están inmersas en su misericordia. Por eso, despertaremos saciándonos de su semblante.

Sí, el reino de los cielos va a despuntar de un momento a otro. Nosotros vamos a ser sus moradores. Lo somos ya, porque ese reino es la Iglesia, de la que Cristo Jesús es cabeza. Por eso, precisamente por eso, tenemos que ser decididos en nuestra acción. ¿Cómo se dará que guardemos nuestra onza, la que hemos recibido para el reino, por miedo a que se gaste o se llene de herrumbre, aún siendo de oro? ¿Cómo seríamos habitantes del reino, sus moradores, sus miembros, si nuestra acción se detuviera en el miedo? Peor aún, si decimos: aquí tienes tu onza, la tenía guardada en el pañuelo, porque eres exigente, que reclamas lo que no prestas y siegas lo que no siembras. ¡Menudo insulto! Quien pronuncia esas palabras, peor, quien vive de esa manera encogida y ansiosa, no ha entendido nada de su fe, no sabe de la gracia y de la misericordia. Cree que todo depende de él. No se da cuenta de que aunque penda de él en su acción, como los racimos penden del sarmiento que somos, todo le llega del tronco de la vid. Quien obra así, se espantó de sus responsabilidades, y por eso creyó en la dureza de quien le donó la onza de oro. Dios mío, qué confusión más absurda. Lo que era un don de gracia para que agrandara en lo que fuera su parte el reino de los cielos, se ha convertido en un peso irresistible, en un miedo pánico a toda acción, en la indecencia de guardar ese oro recibido para comerciar con él, para ganar el engrandecimiento del reino, ha terminado por convertirse en un miedo que insulta a quien le donó todo lo que es. No entendiendo que esa onza era una suave suasión atractiva, ha convertido su vida en una pura medrosidad, en pánico ante la responsabilidad. En rechazo del don, que entiende como trampa para cazarle. ¡Horror!