1Mac 1,36-37.52-59; Sal 1Cro 29; Lc 19,45

¿Ahora, tras la matanza que ha llevado a los macabeos a la victoria contra los enemigos que querían que adoráramos a los ídolos, subiremos con ellos a purificar y consagrar el templo? No, no, nunca. Subiremos, aunque esté en total ruina, a pedir perdón. Perdón a Dios y perdón a las víctimas de aquella guerra santa. Porque solo tenemos un mandamiento, que se desdobla en dos, y ese mandamiento es imperativo: amarás. El amor se nos conjuga en imperativo: amarás, nunca odiarás, nunca matarás, siempre amarás.

Dicho esto, que tiene infinitas consecuencias para nuestro comportamiento y acción en el presente y el futuro, ayudándonos a juzgar el pasado, podemos comprender mejor el presente de Jesús cuando echa a los vendedores y cambistas del templo. No están allá en un acto de amor. Solo les interesa el negocio, el dinero, es verdad que aprovechándose de una necesidad. Han convertido la casa de oración en una cueva de bandidos.

La actitud de los hijos de Matatías, ¿buscaba el acercamiento más puro al Señor, o bien quería el poder y el imperio, pasando de un ídolo a otro? Porque cumplieran las reglas con mayor probidad y en un lugar más limpio y acicalado, incluso desde el punto de vista político, ¿eran mejores adoradores de Dios? ¿No es en el corazón donde de verdad se adora a Dios? ¿No es la Iglesia el quicio mismo en el que ese corazón se hace orante? ¿Necesitaremos tener el poder político del imperio para adorar a Dios? ¿No es eso algo extremadamente peligroso, una manera más sutil de adorar a los ídolos?

Qué cuidadosos debemos ser los cristianos en este terreno. Cada uno personalmente, y la Iglesia de Cristo también. Mejor el martirio que el enfangamiento. Y la razón es clara: adorarás al Señor tu Dios, y solo a él. Lo adoraremos con Cristo, en Cristo, por Cristo. No te construirás ídolos. Ni siquiera so capa de ofrecer animales que servirán de víctima propiciatoria. Sólo Jesús, el Cristo, clavado en la cruz, es la víctima propiciatoria. No hay ni ha habido ni habrá otra.

Cada uno de nosotros, personalmente, seremos libres. Y la Iglesia será también libre. Cuánto debemos apreciar a hombres y mujeres de Iglesia, muy cuidadosos de no casarse con nadie, con ningún poder, de no adorar ningún ídolo engañoso, aunque ello les lleve a la risotada, al malentendimiento, a la persecución o al martirio. Porque el templo solo será cueva de ladrones si nosotros lo convertimos en ello. Nunca podremos olvidar, al final, que el verdadero templo somos nosotros, nuestro corazón, nuestra carne, el conjunto de las carnes que constituyen la Iglesia, verdadero comienzo de nuestra liberación porque es ella la que nos lava con el agua y la sangre que salen del costado de Cristo. Es ahí donde el Espíritu de Dios grita al Padre por intercesión del Hijo. Es ahí donde pueden anidar los ladrones. Por eso debemos ser muy vigilantes. Es la Iglesia la que debe estar limpia de cualquier idolatría. Siempre estará libre de ella, es verdad, porque las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella, pero también y a la vez si nuestro corazón no está libre de toda idolatría, queda manchada, pierde transparencia, se hace opaca.

Subamos a purificar y consagrar el templo, es verdad, pero que sea el templo de nuestra carne. Haciéndolo así, la Iglesia aparecerá como lo que es, carne transfigurada en donde se contempla la carne del Señor Jesús enmarcada en el blanco resplandor de su divinidad.