En la Misa se reza cada día un salmo, conocido como responsorial. Aunque lo lea un salmista todos lo rezamos, pues intervenimos con nuestra respuesta después de cada estrofa. Se trata de una oración que ha sido inspirada por Dios. El pueblo de Israel rezaba con los salmos y también Jesús los recitó. Los salmos contenían enseñanzas pero, sobre todo, enseñaban a elevar el corazón a Dios en todas las circunstancias de la vida. Santo Tomás, en un momento, dice que cada día se leen los salmos para recordar la misericordia que Dios tuvo con el rey David. Muchas de esas oraciones se atribuyen a él. Tenía fama de músico, y después de sus pecados, Dios no lo abandonó a su suerte sino que le mostró su amor. Eso es la misericordia, un amor que desciende de lo alto y se vuelve hacia el menesteroso, no rechazándolo sino abrazándolo para que pueda recuperarse.

Situado después de la primera lectura la recitación del salmo nos recuerda que ya formamos parte del pueblo que Dios ha formado. Por tanto hemos escuchado su palabra y le respondemos como Él nos ha enseñado. Y se trata de una verdadera escuela de oración, en la que nos dirigimos a Dios con confianza. De esa manera nos ha enseñado el Señor a rezar. Por eso, incluso a veces, la oración parece muy atrevida. Se trata de algo que ha inspirado el mismo Dios.

El salmo responsorial de hoy se sitúa en el clima propio del Adviento. Empieza dirigiéndose a Dios para que muestre de nuevo su poder. El poder de Dios no se pide aquí que se manifieste obrando grandes prodigios cósmicos, sino otorgando la salvación. Para Israel la salvación significaba tanto el verse liberado de sus enemigos como sanado en su interior. De las acciones de Dios a favor de su pueblo, liberándolo de la esclavitud de Egipto o de la cautividad de Babilonia, por ejemplo, se extraía la enseñanza de que había una salvación más profunda: la del pecado. Cuando nosotros pedimos a Dios que manifieste su poder y nos salve nos referimos a esto. Experimentamos que de la realidad del pecado sólo Dios puede librarnos. Ninguna otra fuerza puede actuar como él y por eso le pedimos que despierte su poder, confesando que Dios está más allá de todo pues se sienta sobre querubines.

En la segunda estofa, que también apela a su poder, con el título de “Dios de los ejércitos”, y a su trascendencia, pues se le pide que mire desde el cielo, se señala además que Dios ha cuidado desde siempre de su pueblo. Antes se le invocaba como Pastor, que cuida de su rebaño. Ahora como el que ha plantado la viña y la ha cuidado para que pueda dar buen fruto. Le suplicamos a Dios porque reconocemos todo lo que ya ha hecho a favor nuestro. De ese reconocimiento agradecido nace la confianza para suplicarle que siga actuando en nuestro favor.

En la última estrofa se pasa de la noción de pueblo a la de hombre individual. Y se dice que si él nos salva, nos concede su misericordia, después iremos tras de él invocando siempre su nombre. Eso es lo que Cristo nos concede. Nos salva para que podamos decir de verdad el nombre de Dios, sin la mezcla del pecado. Eso es lo que nos trae la Navidad. Por eso el poder de Dios se va a manifestar en el Niño que nace en Belén y nos salva totalmente con su amor.