Me he encontrado con muchas personas que, en algún momento, me han dicho que tenían la sensación de que Dios no las escuchaba. No sé que le pedían al Señor y, aunque me mostraban su malestar con cautelas (¡quién se atrevería a enfrentarse al Señor!), no faltaba en ellas un trasfondo de queja por no sentirse correspondidas en sus peticiones. Es enseñanza antigua que Dios siempre nos escucha, si verdaderamente pedimos con fe, pero que sólo nos va a conceder lo que verdaderamente necesitamos. Lamentablemente nosotros, en cada momento, no sabemos qué es lo mejor para nosotros. Muchas veces acudimos a la petición acuciados por un problema que ha surgido o por una situación que juzgamos urgentísima. Y Dios, aparentemente, calla y queda indiferente.

A veces también pedimos explicaciones a Dios. Bueno, sería mejor decir, que pretendemos pedírselas. Es lo que vemos hoy en el Evangelio. Los sumos sacerdotes y los ancianos, molestos por el actuar de Jesús, que superaba todas las expectativas y rompía con los moldes al uso, le preguntan por qué actúa así. De la respuesta de Jesús deducimos que aquellos hombres no actuaban de buena fe. Por eso Jesús les responde con otra pregunta que los compromete. De hecho los sume en una perplejidad y no saben cómo responder. Lo que Jesús ha hecho es llevarles a que se tomen su vida en serio antes de pedirle explicaciones. No se puede ir por la vida improvisando continuamente y quejándose porque suceden cosas que no esperábamos o que nos sorprenden. Pretenden juzgar al Señor pero no se juzgan a ellos mismos de acuerdo con los acontecimientos. Podemos decir que les falta rectitud de intención. No deja de ser una vida caprichosa en la que se niega la intervención de Dios en la historia y su supremacía. No se reconoce que somos nosotros los que hemos de medirnos por lo que Dios nos enseña y no, por el contrario, pretender reducir a Dios a la pequeñez de nuestras miras. Por eso Jesús no responde, porque aquello no es serio. La vida se toma como un juego y en él se pretende incluir incluso a Dios.

En el salmo encontramos una actitud diametralmente opuesta. Es la que corresponde a lo que somos. Porque el salmista se reconoce en su absoluta debilidad delante de Dios. Sabe que es pequeño y que sólo Dios es grande. De ahí que su petición sea muy simple y, a la vez muy profunda: “Señor, enséñame tus sendas”. Aquel hombre, como deberíamos hacer nosotros, se da cuenta de que si Dios no le muestra el camino lo único que va a hacer es equivocarse. Pero su petición aún llega más lejos, porque no sólo pide saber por dónde debe ir sino que suplica las fuerzas para hacerlo correctamente (“haz que camine con lealtad”).

En su petición el salmista recuerda la bondad de Dios. Si nosotros podemos dirigirnos con confianza al Señor es porque Él es bueno. De hecho se nos habla de “ternura” y “misericordia”, que indican no sólo lo que Dios es en sí mismo sino como se abaja hacia nosotros con su amor. Podemos decir que en el origen de la petición de ese hombre está la conciencia de saberse amado. Y a partir de ese amor le pide a Dios que le ayude a avanzar por Él. Para ello reconoce que Dios no rechaza a los pecadores, pero actúa cuando somos humildes. Una enseñanza importante para este tiempo de Adviento.