2Sam 7,1-5.8b-12.14a.16; Sal 88; Rom 16,25-27

Llega en el tiempo el instante en el que se nos revela lo escondido desde los siglos eternos. Lo escondido en el ser eterno de Dios se convierte en acontecer temporal: el Hijo eterno se revela en carne como la nuestra. Llega el momento de la gran revelación: Dios se hace carne como la nuestra en el Hijo. Quien vivía en lo que solo es eterno, en un siempre, siempre, siempre, el creador del tiempo, se hace en el seno de María, la Virgen, carne temporal como la nuestra. Misterio que nos va a llenar de asombro. El siempre de Dios se hace historia en la descendencia de David. ¿Por qué ahí y no en cualquier otra o, simplemente, en un aparecer de pronto sin historia carnal? Misterio profundo de Dios, quien viviendo en su siempre de eternidad, se manifiesta en la historia haciendo alianza con el pueblo que él ha elegido, y hace saber su nombre a Moisés, el primero de los profetas. Estos, los profetas, como nos dice Pablo, nos dan a conocer el decreto del Dios eterno: el Hijo viene a nosotros, ahora no como el ser resplandeciente que todo lo ha de juzgar, sino adentrándose en la carne fluyente que crece día a día, encontrando su ser en el seno de María, la Virgen. ¿Qué busca Dios con ello? Nos lo continúa diciendo Pablo, atraer a todas las naciones de la tierra a la obediencia de la fe por Jesucristo. Primero a los judíos, luego a todos. A la creación le faltaba algo, puesto que estaba fundada en esa cosa inaudita que es nuestra libertad, al haber sido creados como seres libres en un universo que aspira y envidia nuestra propia libertad, y le faltaba algo porque como seres libres nos engañamos, nos hemos engañado. Hemos querido ser como dioses, por lo que Dios, para respetar nuestra libertad, se ha hecho carne con nosotros en el Hijo. Misterio inaudito en el que se nos muestra la gloria de Dios. Ha respetado nuestra libertad y, sin jamás zaherirla, busca justificarnos. Quien está en el vientre de María, la Virgen, carne de Dios, inicia un camino inaudito, ruta que solo Dios puede tener la libertad de iniciar, continuar y sostener por siempre para que nuestra carne, creada a su imagen y semejanza, resplandezca para siempre, siempre, siempre —inmersos y arrecogidos en el siempre de Dios que asumirá nuestra temporalidad en la resurrección de la carne—, se diviniza en la fuerza de su gracia y misericordia. Realizándolo, lo hemos de ir viendo en la contemplación de los misterios de Cristo, en él, con él y por él.

En ese camino de pasión y de gloria, hoy contemplamos al ángel Gabriel  que se viene a Nazaret para visitar a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David. Asombran las palabras que emplea el ángel: llena-de-gracia. Y María se turbó. ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera? No temas, has encontrado gracia ante Dios. ¡Pero si no conozco varón! El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. He aquí la esclava del Señor: la creación entera, y Dios mismo, esperan ansiosos su sí de entera libertad. Temprana escena, tan pictórica, donde se nos revela el comienzo del Misterio de la carne: nada es imposible para Dios. Desde entonces, un instante de nuestro tiempo, y para siempre, el Hijo toma carne temporal en María, puerta de la Alianza.