Cantar 3,14-18a; Sal 32; Lc 1,39-45

Mirad: se ha parado detrás de la tapia, atisba por las ventanas, mira por las celosías. Dicen que el Cantar de los Cantares era un puro poema amatorio. La absoluta genialidad ha estado en hacer de él metáfora del amor de Dios y de la criatura. Esta desea a su Dios, vibra su carne por él, otea su llegada, porque su amado viene a ella. Ya llega corriendo, y la criatura espera nerviosa esa llegada. Su deseo busca la plenitud, que se da en los brazos del amado. Sorprende y maravilla que la relación de Dios con su criatura y con el pueblo de la Alianza, con su Iglesia en el momento de plenitud, se nos haga realidad con la metáfora del amor carnal de la amada con el amado. Llena de gozo saber que ese amor es deseante, no meramente de cabeza contemplativa, intelectual. Es amor de carne, porque carne somos. Con sus vibraciones. Con sus anhelos deseantes. Es amor que nos conmueve; que recoge nuestras carnes en el temblor de la espera, en el nerviosismo de mirar por las rendijas para ver que ya llega. Todo lo demás es menos importante. Casi podría decirse que no cuenta. El amor de la amada por su amado, se entiende, es el amor de la criatura por su creador, pero ¿y el amor del amado por su amada? ¿Por qué?, ¿no habíamos dicho que Dios es impasible, por omnipotente, que en él no caben las vicisitudes de la relación amorosa? Quizá eso lo digan algunos filósofos insensatos, porque Dios es un pálpito de amor, que quiere amar divinamente a su creatura, con toda la completud de su ser, pero que busca también amarla entrañablemente, con entrañas de carne, con un amor de plenitud que se haga con nosotros en busca de nuestro pleno amor hacia él, y, en él, hacia toda creatura.

Por eso cantamos con el salmo que el plan de Dios subsiste por siempre. El suyo no es un amor que se cansa, por más que se dé cuenta cómo su pueblo, la criatura de su amor, vacila y busca otros horizontes. Él, no ceja, aunque para ello necesita intercesores proféticos que le recuerden su amor para siempre, siempre, siempre. Qué lejos está Dios, el Señor, de esa impasibilidad que le achacan tan inmerecidamente. Lo suyo, repito, es un pálpito de amor.

Necesita una carne, la de María, en donde reposar y crecer en su carnalidad, haciéndose creatura de temporalidad como nosotros. Su amor nos alcanza pase lo que pase, cualesquiera que quieran ser las consecuencias, aunque sean frutos de cruz. ¡Y decían que Dios es impasible! ¿Desde cuándo lo es el amor?, y el suyo es amor en completud, todo él es amor; no un amor al que llega, sino un amor que es desde siempre, siempre, siempre, y que se nos ofrece y se nos dona por siempre, siempre, siempre. Una holganza, pues, troquelada por la completud de ese amor.

María se puso en camino y corrió a la montaña. ¿Quiénes somos nosotros para que nos vengas a visitar con el fruto de tus entrañas? E Isabel lo proclama con palabras incesantes. ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! Corramos a ella, atisbemos por las rendijas para ver el pesebre que María y José preparan. Nuestro amado, el que deseamos en la espera de su absoluta plenitud, está llegando.

¡Oíd, que ya llega mi amado! Y llega como la pequeña carnecita de un niño.