Mal 3,1-4.23-24; Sal 24; Lc 1,57-66

Porque lo oigo en mi corazón, buscaré tu rostro: pero tú, Señor, no me lo escondas, no me deseches no me abandones (Sal 26,8-9); tú pusiste en mí el deseo de ti, es por amor de tu amor que te busco; como tú me ves a mí, aunque yo no te vea a ti, y como tú me diste el deseo de ti, y como  tuyo es todo lo que te place en mí; haz venir el perdón a tu ciego que corre hacia ti, y dale tu mano cuando en sus correteos, te ofenda. Hermosas palabras de Guillermo de Saint-Thierry, el amigo del alma de san Bernardo.

Mirad en vuestro deseo, ya viene el mensajero que anuncia la novedad, preparad sus caminos. Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación. Llega el día del Señor grande y terrible. ¿Día de condena, de juicio final en el que seremos sentenciados? Día de misericordia, en el que nuestro deseo de amor recibirá la plenitud de su ser. Nuestra naturaleza comienza a reencontrarse con la plenitud con la que fue creado, aunque nosotros —¡seréis como dioses!—, hayamos correteado en las puras cegueras. No vendré a destruir la tierra, será un día de misericordia como ningún ojo había contemplado antes. El Señor nos enseña el camino a los pecadores; quienes son sus humildes, sus pobres, marchan por sendas de salvación.

Mirad que ya llega. ¿Quién?, ¿por dónde?, ¿dónde tendremos que mirar? Al vientre de una jovencilla, María. Porque la salvación nos viene de la carne de una Virgen. Ella es la que nos va a ofrecer el Misterio de encarnación de Dios, porque, como se lo anunció el ángel, el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra y engendrará a quien es Hijo de Dios. ¡Cuánto costó entenderlo en toda su amplitud!, pasó tiempo innúmero hasta que se pudo decir con exacto conocimiento que María es la Madre de Dios, y no un vientre alquilado. Así, Dios salva al hombre que formó del barro de la tierra. No perdemos la fragilidad, nuestro corretear desvalido, mas ahora nuestra carne alcanza, en María y su hijo, la plenitud de su ser. Salgamos sin temor, con las lámparas encendidas, al encuentro de Cristo que llega.

El Hijo quiso vivir entre nosotros, para lo que se encarnó en las puras entrañas de la Virgen María. De este modo nos hace participar de la abundancia de su misericordia.

Misterio de encarnación por el que la carne se hace divina, pues fue el Hijo quien se hizo carne. Admirable trueque. El Hijo quiso abajarse hasta la carne, en todo igual a la nuestra, menos en el pecado, para, luego, en la cruz y en el descenso a los infiernos, recoger redimida toda carne, incluso de pecado, para ascender a ofrecérsela al Padre en un acto de amor supremo. De modo que, en la resurrección de los muertos, la carne transfigurada, primero la de Cristo luego la de María, su Madre, por último, en un acto de suprema misericordia, la nuestra, carne redimida, creada a su imagen y semejanza, penetre en el seno mismo de la Trinidad Santísima, de modo que la temporalidad de la carne habita a partir de ahora en el siempre, siempre, siempre de Dios. Misterio de encarnación, por tanto, que no consiste en inmortalidad del alma —qué fácil este camino platónico, pero no hubiera tenido en cuenta la profundidad de lo que somos—, sino en la resurrección de la carne, pues la carne, ahora, ha sido divinizada en la carne del Hijo.