2Sam 7,1-5b; 8b-12.14a-16; Sal 88; Lc 1,67-79

Bendito sea el Señor porque ha dirigido nuestros ojos y también nuestros pasos a esa pequeña aldea de Judá, Belén, en donde nació el rey David, el siempre añorado. Ha conducido nuestro deseo para que veamos en gran angular esa pequeña ciudad. Deseo de Dios, pero que nos ha llevado hasta ese lugar, a ese grupito de personas que vemos de lejos. Curioso que el deseo que abre de par en par nuestra esperanza venga a fijarse no en puras abstracciones, sino en una parejita que se allega a la ciudad. ¿Qué trae para que todo nos la señale? Acercándonos con la cámara podremos ver que la jovencilla, María, mirada con arrobo por su marido, José, está encinta, a punto de dar a luz. Y todo de la mano de Dios nos lleva a mirar esa grosura, pues ahí, en el hijo de María a punto de nacer, se nos dona el Hijo de Dios. Punto atractor de todo lo que somos. Hacia él van nuestras líneas de universo, es decir, el discurrir de nuestras vidas. Punto que nos atrae con suave suasión. Nuestros pasos, nuestras miradas, todo nuestro ser pone sus ojos en ese que llega en el vientre de María, acompañado, en su pobreza, por José, su esposo. Hemos de ver estos próximos días cómo las líneas de vida, del universo de cada una de esas personas que se acercarán al Misterio, descubrirán que en él, ahí, en esa figura se nos da la salvación de Dios. Veces y veces hemos oído cómo los profetas nos gritaban: mirad que ya llega, preparad sus caminos. Pues bien, ahí lo tenemos. Esos caminos se han convertido en líneas de nuestra vida, líneas que convergen desde tan diferentes lugares, para tan diferentes personas, en un punto del espacio, la ciudad de Belén, centro de las promesas proféticas que los pobres de Yahvé esperaban, punto personal, una diminuta familia que llega obligada por los acontecimientos, punto de carne, pues en el vientre de María está el niño a punto de nacer. Todo atrae las líneas de nuestra vida a esa figura, la del niño que va a nacer. Punto atractor de todo lo que somos, tras largo caminar, no siempre fácil. Incluso muchas veces un caminar en la oscuridad, pero que, ahora nos damos cuenta, siempre nos ha atraído suavemente. Y hoy, al llegar a este punto final, que es principio, ya que en él comienza una vida entera de cercanía con el Señor Jesús, comprendemos el Misterio de la carne, Misterio de Dios. Misterio de encarnación, puesto que ¿cómo hubiéramos comprendido que en la carne de ese niño que va a nacer y que enseguida crecerá entre los cuidados exquisitos de María y José, se nos da la salvación de Dios? Mas, ¿por qué hablamos de salvación? Creados a imagen y semejanza de Dios, es verdad, puntos nodales de la misma creación, en donde esta se comprende y explica, pero que engañados por la serpiente con el seréis como dioses, enmarañados, pues, en el pecado, es decir, en el rechazo de Dios nuestro creador, nos hemos alejado de él adorando a otros dioses, diosecillos de nuestro propio ombligo. Mas nada fuera de Dios podía llenar nuestro deseo y esto nos abrió a la esperanza. Ahora, en Belén, contemplando esas pequeñas figuras de carne, bendecimos al Señor porque ha visitado y redimido a su pueblo. Y la fuerza de nuestra salvación se nos dona en ese niño que va a nacer, Jesús, el hijo de María.

 

 

Nochebuena

Is 9,1-3.5-6; Sal 95; Lc 2,1-14

 

Misterio de encarnación

 

Porque la encarnación, en sí, no es nada misterioso, bueno, tiene todo el inmenso misterio de las cosas naturales, nace un niño en mitad de la noche en Belén, el pueblecito de David, y sabemos que otros muchos nacieron de igual manera en ese tiempo y lugar, el déspota Herodes se encargó de hacérnoslo notar. Alcanza un grado sorprendente de misterio que quien nace allá de María sea el Hijo de Dios, y las circunstancias absolutamente fuera de lo natural que se dan en ese nacimiento.

Todo nacimiento tiene que ver con Dios, creador de todo lo que tiene ser, por eso también creador a su imagen y semejanza de todo niño que viene al mundo. Pero en Jesús esa relación es muy diversa, mucho más empeñativa, pues quien nace como carne de la carne de María es el Hijo de Dios. Dios mismo toma carne en María. Por eso, estamos ante el misterio de la encarnación del Hijo de Dios.

Llama poderosamente la atención que solo dos evangelios hablen de ese nacimiento, Mateo y Lucas; Juan, siempre a su aire maravilloso, hablará del Verbo hecho carne; Marcos, desde la primera línea nos lo afirmará con rotunda claridad, principia el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Las cosas quedan nítidas en los cuatro evangelios, pero Mateo y Lucas, que hoy leemos, extienden el relato al desarrollo explícito del Misterio de encarnación. Quede claro quién es ese niño, Jesús, que hoy nace del vientre de María. No alguien que, en su momento, Dios, desde las alturas, mirará con gusto, y se dirá que ese va a ser su mensajero, que a él elegirá como Hijo. No, era Hijo antes de aparecer en carne como la nuestra. Porque en Dios, si se puede decir de este modo, en el Hijo, sobre todo, había una gran querencia por la carne. Nos había creado a imagen y semejanza suya, punto culminante de la creación, pues, vistas las cosas desde el punto de vista de Dios, pero nosotros la emborronamos hasta hacerla casi irreconocible. Es obvio que Dios sabía que nuestra libertad nos inclinaría de modo irrevocable al pecado, venciéndonos con el seréis como dioses. Mas el increíble Misterio de encarnación que esta noche vivimos nos ofrece la imagen y semejanza que alcanza ahora su plenitud completa en el Hijo, en Jesucristo: mirándole a él sabemos cuál es el camino de nuestra encarnación.

¿Nos engañaremos creyendo que ahora, en la gruta de Belén, en el misterio insondable de Dios que allá se nos hace presencia, se termina todo, y que la teología, y nuestra vida de seguimiento de Jesús, debe ser solo la que contempla ese Misterio de la encarnación del Hijo? Nos quedaríamos demasiado acá del Misterio de Jesús el Cristo, que alcanzará su completud en la cruz, en el descenso a los infiernos, en donde la carne de Jesús asume toda carne, por degradada que se dé, para redimirla, en la resurrección y la ascensión a los cielos. Mirándole a él en la conjunción entera de su vida y de su muerte por nosotros sabemos cuál es el camino de nuestras líneas de universo, de la universalidad de todo eso que vamos siendo, y contemplamos cómo ellas convergen a ese punto atractor para nosotros que es la carne entera de Cristo en los Misterios de su vida y de su muerte, que estira de nosotros con suave suasión.

La Navidad que se encierra en solo ella misma es fiesta de grandes almacenes, puro chanchullo escabullante; aunque también melancolía de nuestro antiguo ser carne de niño, sobre la que hacemos memoria, y esto es esencial con la relación que guardamos con Dios.