Comentario Pastoral
DEFINICIONES DE LA NAVIDAD

La Navidad es la fiesta que el mundo cristiano ha dedicado con emoción al Niño-Dios. Es cuando el hombre se siente más cerca del cielo, porque se hace niño para adorar a un Niño.

En Navidad vuelve a florecer todo lo que es bueno, porque es más limpio el amor, más fácil la sonrisa y más auténtico el deseo de felicidad.

Navidad es descubrir la necesidad de la venida liberadora de Cristo, venida silenciosa y oculta, pero perceptible desde la fe.

La Navidad no es una marea de ternura, que pone una tregua al odio y a la infelicidad y posibilita el diálogo y la convivencia.

Es Navidad siempre que se humillan las colinas del orgullo, se suavizan las asperezas egoístas, se hacen rectos de esperanza los caminos tortuosos del desconcierto existencial.

Lleva la Navidad cuando la tierra se deja fecundar por el rocío celeste y las promesas se hacen espléndida realidad con una luz nueva, que disipa sombras de noches largas.

Navidad es una buena noticia, que debe ser aceptada con sencillez: Dios habita entre nosotros; no estamos solos. El niño de Belén es la prueba inconmovible de la solidez, de la fuerza, de la autenticidad del amor de Dios.

La Navidad es adoración y contemplación de Dios, encarnado en un niño, que es entregado a la ternura de una madre virgen, a la custodia de un padre adoptivo, a la admiración de los pastores, a la veneración de los magos. El Dios de la Navidad se manifiesta en Jesús como fuerza divina y fragilidad humana.

La Navidad de Dios saca al hombre de la noche de la soledad, del pecado, del odio y del mal, de la tristeza y de la caducidad; y lo lleva al día de la verdad y de la salvación, a la luz de la esperanza.

Navidad es verdadero nacimiento de Dios dentro del hombre, y no simple instalación de «belenes» con figuras que pueden romperse.

Navidad es hacer posible la paz, evitando ganar las guerras que hacen callar los gritos inocentes de los que sufren.

Navidad es la Pascua que se inicia, victoria de la vida.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 52, 7-10 Sal 97, 1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6
Hebreos 1, 1-6 Isaías 52, 7-10

Comprender la Palabra

La primera lectura de la Misa del día de Navidad es del libro del profeta Isaías, y narra el retorno de los exiliados en Babilonia a Jerusalén y la misión del Siervo del Señor (Is 49-55). La lectura es un cántico al Señor por la restauración de Jerusalén. El pueblo de Dios está sometido a un exilio forzoso, que se prolongará durante más de cincuenta años, en los que Israel se planteó una serie de preguntas acuciantes: ¿dónde está la promesa de una dinastía eterna? ¿Dónde está su compromiso de habitar siempre en su templo? ¿Por qué no defiende a su pueblo? ¿Por qué guarda silencio?. Y es entonces cuando Dios envía su mensajero a su pueblo, como presencia salvadora. Esta actuación salvadora llegará un día a todos los hombres. Dios hace las cosas de tal manera que desconcierta: es un niño indefenso quien expresa el poder de Dios. La celebración del Nacimiento del Salvador urge a los discípulos de Jesús a descubrir y luego proclamar que ciertamente Dios actúa con poder en su Hijo Jesús.

En el prólogo de la carta a los Hebreos el autor recuerda la historia de las manifestaciones de Dios a través de su palabra. Ahora, en la plenitud de los tiempos nos ha hablado por su propio Hijo, superior a todo profeta: Jesús es la última palabra de Dios. Él nunca dejó de hablar a su pueblo: en el tiempo de la promesa y de las figuras lo hizo por medio de mensajeros humanos; su palabra, una y única, se fue articulando de manera pedagógica a lo largo de la historia de la salvación de múltiples formas. Llegada la plenitud de los tiempos esa Palabra se haría historia entre los hombres. Dios habló por medio de su Hijo, su última palabra a los hombres. Ahora guarda silencio, y es tarea de los discípulos de Jesús de todos los tiempos, que su palabra siga siendo proclamada por el mundo. Se nos invita con urgencia a la evangelización, a la proclamación de la Buena Noticia de las maravillas de Dios. Dios estaba en Cristo oculto pero presente. Y ahora sentado a la derecha del Padre, intercede por todos y conducirá a la Iglesia hacia esa misma meta.

El prólogo del evangelio de Juan está estructurado en la forma semítica llamada «quiasmo»: todo está en función de un centro que se resalta especialmente: los que acogen la Palabra adquieren el derecho a poder llegar a ser hijos de Dios (vv. 12-13). Este texto es una síntesis de la actuación de Dios.

Toda la humanidad es invitada a contemplar en el niño el sentido de su propio ser: la Iglesia quiere que el día de Navidad dirijamos una mirada respetuosa a la creación. ¡Ese niño es la Palabra Eterna de Dios por la que lo creó todo! Los creyentes podemos entrar en diálogo con la Palabra más directamente por la presencia humana de Jesús. Nuestro mundo necesita esa palabra directamente por la presencia humana en Jesús. Nuestro mundo necesita esa palabra de humanización y dignificación que le abra el horizonte que Dios ha preparado para los hombres. Nos urge hacerle presente y creíble. La Encarnación y el Nacimiento de la Palabra se han realizado para llevar al hombre a la meta final. La celebración de la Navidad nos permite actualizar hoy aquel gesto incomprensible pero verdadero. En nuestra peregrinación por este mundo alguien caminó junto al hombre, junto a todo hombre.

Todo el proceso de la Palabra eterna en la creación, en la historia de los hombres, en la historia de Israel y en la Encarnación tiene una finalidad, a saber, hacer de los hombres hijos de Dios. Dios ha revelado su Palabra y la ha enviado al mundo para nuestra salvación. La salvación de los hombres, el reencuentro con Dios, que le permitirá conseguir su plena humanización y su dinámica comunión con los demás, ha sido la finalidad de todos los dones de Dios. El hombre, además de ser imagen de Dios por la presencia de la Palabra y del Espíritu, es su propio hijo adoptivo con todos los derechos (cfr. Rm 8,17). Esta es la verdadera Navidad. Somos invitados a disfrutarla y compartirla generosamente, a actualizarla constantemente en medio de nuestro mundo.

Ángel Fontcuberta

 

al ritmo de las celebraciones


Santa María, Madre de Dios

«En la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en ella la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como un purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (SC, 103).

El recuerdo de la maternidad divina de María, históriamente tiene que ver con la dedicación de Iglesias a la Madre de Dios, sobre todo después de la definición del Concilio de Éfeso (431) sobre el misterio con la expresión «Theotokos» (Madre de Dios).

El culto que en la liturgia de la Iglesia se da a la Virgen María está en íntima unión y dependencia del culto a Cristo, el Señor. Los fieles cristianos tienen así la posibilidad de ver realizado en María, lo que un día espera ver realizado en toda la humanidad redimida.

La reforma del Año Litúrgico y del Calendario, ordenada a presentar en todo su relieve la celebración de la obra de la salvación en días determinados, a distribuir a lo largo del decurso anual el misterio de Cristo, desde su encarnación y nacimiento, hasta la expectación de su venida gloriosa al final de los tiempos (cfr. SC, 102), no podía olvidar el conjunto de solemnidades, fiestas y memorias de la Virgen María. Esta reforma ha permitido incluir, de manera más orgánica y estrecha la conmemoración de la Madre «dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo» (cfr. Pablo VI, exhortación apostólica Marialis cultus, 2). La primera parte de este gran documento, fechado el 2 de febrero de 1974, está dedicada precisamente a mostrar esta íntima conexión de las celebraciones de María a lo largo del año al sagrado recuerdo del misterio de Jesucristo.

Esta solemnidad «está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre santa, por la cual recibimos el autor de la Vida» (Marialis cultus, 5).

La Iglesia además de acogerse a la intercesión de María, la llama Madre no sólo de Cristo, cabeza de todo el cuerpo, sino también de la totalidad de sus miembros: «Hemos recibido con alegría los sacramentos del cielo, te pedimos ahora, Señor, que ellos nos ayuden para la vida eterna a cuantos proclamamos a María Madre de tu Hijo y Madre de la Iglesia» (poscomunión de la Misa del día 1 de enero).

Ángel Fontcuberta

Para la Semana

Lunes 26:
San Esteban, protomártir.


Hechos 6,8-10;7,54 -60. Veo el cielo abierto.

Mateo 10,17 -22. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre.

Martes 27:

San Juan, apóstol predilecto de Jesús.

1 Juan 1,1 -4. Os anunciamos lo que hemos visto y oído.

Juan 20,2-8. El otro discípulo corría más que Pedro y llegó primero al sepulcro.

Miércoles 28:
Santos Inocentes. Cristo se salvó de Herodes por la matanza de niños inocentes.

1 Juan 1,5 -2.2. La sangre de Jesús nos limpia los pecados.

Mateo 2,13-18. Herodes mandó a matar a todos los niños inocentes.

Jueves 29:

1 Juan 2,3 -11. Quien ama a su hermano permanece en la luz.

Lucas 2,22-35. Luz para alumbrar a las naciones.

Viernes 30:
La Sagrada Familia. Evoca las virtudes domésticas del hogar de Nazaret: fidelidad, trabajo, respeto mutuo, obediencia.

Si 3,2-6.12-14. El que teme al Señor honra a sus padres.

Col 3,12-21. La vida de familia vivida en el Señor.

Lucas 2,22 40. El niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría.

Sábado 31:

1 Juan 2,18 -21. En cuanto a vosotros, estáis unidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis.

Juan 1, 1- 18 La Palabra se hizo carne.