1Jn 1,1-4; Sal 96; Jn 20.2-8

La primera carta del apóstol Juan comienza también con unos párrafos de gran solemnidad. Ya no se trata de un deseo, que, como sabemos, se presupone en el comienzo, sino de haber visto y oído, de haber contemplado y de haber palpado. Encandila ese haber tocado con nuestras manos. Porque las cosas del Dios encarnado, evidentemente, se refieren al tocar. Menudo tocamiento en cómo va creciendo la carne de Jesús en la carne del seno de María. Menudo tocamiento en dar de mamar al mamoncete y de criar al niño que crece. Menudo tocamiento el de tener autoridad sobre el niño. Menudo tocamiento el de seguir a Jesús, comer con él, rezar con él, cuando no nos dormimos, inflados por el sueño; transitar con él los caminos que llevan a Jerusalén. Menudo fracaso el de tantos que, en el momento decisivo, evitamos todo tocamiento con él: no sé de qué me hablas, no lo conozco. Pero qué maravilla ver a María y algunas mujeres, además del jovencillo Juan, que contemplan, aferrándose a la cruz, al cuerpo muerto del Hijo, que descienden del madero y lo llevan con sus manos a la tumba. Tócame y mete tu mano en los agujeros de las manos y del costado, y no seas incrédulo, sino creyente. Juan insiste mucho en ese ver y creer, en ese sutil tocamiento contemplativo; lo hace acá y también en el capítulo 21 del evangelio, añadido para ofrecernos la redondez de su testimonio. Porque vimos, tocamos, y porque tocamos, creímos. Tocar a Dios. Tal es nuestro deseo y la realidad de lo que somos. Misterio de encarnación, es decir, tocamiento de carne. Carne de Dios y carne nuestra.

No, las cosas no se juegan en las puras intelectualidades, aunque, por supuesto, nunca abandonaremos la razón, no razón secante, la nuestra nunca lo es, sino razón de humedades, de otro modo, ¿cómo podría tratarse de carnes, de conjunción de carnes?; se juegan en las líneas encarnadas de nuestra vida, de la universalidad de eso que vamos siendo, para que, en el Misterio tremendo del tocamiento, porque somos tocados por el Padre Dios en la persona de Jesucristo, se nos ofrezca nuestra salvación. El Redentor nos ha nacido en la humilde pobreza del pesebre, atendido por la ternura acariciante de su Madre, la Virgen, virgen después del parto, preservada de todo pecado, porque Dios hace maravillas. Vayamos allá a contemplar el Misterio, a vivir de él. A tocar a Dios, pues quien era invisible, ahora se nos hace visible, visible en el oír, visible en el tocar, visible en el rumiar lo que contemplamos.

Qué hermoso cómo en el evangelio, también de san Juan, se nos lleva la vista a la escena de María Magdalena en el primer día de la semana. Echó a correr a donde estaba Pedro y el otro discípulo al que Jesús tanto amaba. Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Es cosa buena contemplar al niñito en su pesebrín y luego trasladar la vista a ese cuerpo muerto, porque lo pusieron con sus propias manos en la tumba, llevándonos la increíble sorpresa de que no está donde lo dejamos. ¿No lo podremos tocar más? Esta escena nos indica el punto de llegada del Misterio de encarnación: el Misterio de la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.

Que la Palabra hecha carne habite siempre entre nosotros por esta eucaristía que hemos celebrado, oramos tras la comunión.