1Jn 2.3-11; Sal 95; Lc 2,22-35

Es mentiroso, quizá, porque, simplemente, miente, o, también, quizá, porque diciendo yo le conozco, te quedas en las solas cosas del inteligir, de la inteligencia, por así decir, porque has comprado todos los libros de exégesis que hablan de Jesús y sabes todo lo de sus historias. El conocerle tiene que ver con el deseo, con la voluntad, con el hacer, con el guardar sus mandamientos, sabiendo, sobre todo, que todos ellos se reúnen en uno solo: el mandamiento del amor. No vale con que digamos si, luego, no hacemos. Sin el guardar ese mandamiento del amor, la verdad no está en nosotros. Porque la verdad no es cosa de la sola cabeza, sino que también pasa por el corazón, por la acción del cumplimiento y del seguir a Jesús allá donde esté, ahora arrodillándonos junto al pesebre, luego, contemplando, también arrodillados, la escena de la cruz con sus personajes. Qué metáfora pictórica más hermosa cuando allá por el Renacimiento en la escena, por ejemplo, de la crucifixión, estaba también el caballero que había encargado el cuadro, ceñido con su armadura: para que nunca olvide ese espectáculo en el que se me ofrece la salvación en el Misterio.

Permanecer en él es vivir como él. Todo lo demás son pamplinadas. Es una acción de nuestra carne, de nuestra vida encarnada en eso que, en él, somos en plenitud. Una acción que realizamos en la luz que nos inunda desde él. Hemos escuchado en él el mandamiento antiguo que tenemos desde el principio. Mandamiento de amor. Esta es la palabra que hemos escuchado. Y, escuchándola, se hace mandamiento nuevo en nosotros; amor en toda su plenitud, que de él recibimos. El deseo de Dios se hace ahora en nosotros, en mí y en ti, realidad suprema. Por eso corremos al pesebre a ver al niño. Por eso nos encontramos con él en todas las escenas de su vida, del Misterio de su vida.

Por eso, hubo aquellas personas que en sus vidas esperaban al Mesías, contemplando en mitad de su inmenso deseo. Ansiaban verlo y tocarlo. El mismo Espíritu había infundido en ellos esta esperanza en forma de deseo de plenitud, y en el momento adecuado subieron al templo impulsados por él. Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo ir en paz. Hemos visto a nuestro Salvador. Ese niño que se presenta para seguir el cumplimiento de leyes y costumbres es nuestro Redentor, el Hijo enviado por Dios, al que él llamará Padre. El mandamiento del amor lo encontramos ahora en seguirle, en estar con él, en hacer como él, en verlo crecer y en rumiar los acontecimientos luminosos de su vida. Así pues, corramos tras él cargados de nuestro deseo que solo él puede llenar hasta su plenitud.

Ah, pero no se nos olviden las palabras del anciano dirigidas a María. Hubo un primer momento en que comprendió, cuando Herodes degolló a todos los niños de la zona menores de dos años. Y ahora las palabras de Simeón le penetran hasta lo profundo del corazón: y a ti una espada te traspasará el corazón. El camino de Jesús no va a ser de rositas, será bandera discutida, y sus líneas de universo, las líneas de su vida, confluirán en la cruz; tampoco lo ha de ser la de quienes rumian los acontecimientos del Misterio. El seguimiento de Jesús, el cumplimiento de la ley del amor no lo haremos en vano, sino que será también él una via crucis.