1Jn 3, 22 – 4, 6; Sal 2; Mt 4, 12-17. 23-25

«Y le seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Trasjordania»… Ayer mismo contemplábamos a Herodes y a Jerusalén entera presa del sobresalto ante el nacimiento del Rey de los Judíos, y considerábamos hasta qué punto fueron pocos los hombres que se arrodillaron ante el Hijo de Dios encarnado. De ayer a hoy han pasado treinta años, una matanza de niños, un destierro en Egipto, y una investidura real a orillas del Jordán cuyo calado tendremos tiempo de meditar el próximo domingo. El mismo pueblo que entonces se sobresaltó ahora parece rendido a los pies de Jesús, y el Verbo Divino, que pasó su infancia y su juventud rodeado de silencios, es ahora seguido por multitudes de todas las naciones vecinas. Semejante cambio de escenario es el resultado de un fenómeno tan provocador como elocuente: el milagro.

El milagro siempre ha movido multitudes, en tiempos de Cristo y en todas las épocas. La aparición de la Virgen a Bernardita Soubirous a finales del siglo pasado movilizó a Francia entera, por no hablar de lo que supuso Fátima para Portugal. Las llagas del Padre Pío y la noticia de sus bilocaciones y prodigios atrajo a San Giovanni Rotondo más personas que toda la predicación de aquel santo capuchino. Como si estuviéramos aburridos de la rutina de lo ordinario, los hombres nos abalanzamos sobre los lugares y personas donde hace su aparición lo extraordinario… Y si «lo extraordinario» conlleva la sanación de nuestros males corporales, tanto mejor: «le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba».

Tal es uno de los sentidos que el milagro tiene en la pedagogía divina: como he escrito más arriba, se trata de una provocación, de un aldabonazo que quiere convocar a los hombres cuando Dios desea hablar. El toque de corneta suele conseguir su objetivo: pocos se resisten a esa llamada.

Sin embargo, el milagro no hace a los hombres mejores ni peores. Simplemente los convoca para que escuchen, y en la escucha del mensaje divino y la respuesta a ese mensaje es donde el ser humano se juega su salvación o su condena. Aquellos hombres que seguían a Jesús aún no eran cristianos… Simplemente, habían acudido a una llamada, y ante ellos el Señor volcó el mensaje que podía salvarlos: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos»… He ahí la clave de todo. Realizado el milagro, y después de proclamado el mensaje, ahora al hombre le corresponde «mover pieza».

Los videntes de la Virgen en La Salette acabaron en silencio sus días después de una vida errática. Miguel Pellicer, beneficiado con el milagro de Calanda, acabó, al parecer, en una prisión de Pamplona. Bernardita es Santa y lo son los videntes de Fátima que han muerto. La Virgen María es nuestra Madre. Y nosotros… Nos toca mover, hermano.