Dt 18,15-20; Sal 94; 1Co 7,32-35; Mc 1,21-28

En el libro del Deuteronomio el Señor nos promete que suscitará un profeta de entre nosotros, que pronunciará las palabras que él ponga en su boca y nos dirá lo que él mande. No afirmará con su boca lo que le plazca, sino lo que el Señor Dios le haya mandado. El salmo nos señala cómo contribuirá de modo decisivo a que escuchemos hoy la voz del Señor, no endureciendo nuestro corazón como tantas veces hicimos y hacemos. Pero ¿quién es?, dimos, Señor, ¿quién es ese profeta que nos envías? No tardes: desfallecemos, no sabemos muy bien por dónde caminar hacia ti; lo quisiéramos, pero tantas veces no somos capaces, perdiéndonos de tus caminos.

Quienes estaban en la sinagoga de Cafarnaún cuando entraron Jesús y sus primeros discípulos, lo vieron con sus ojos, lo oyeron con sus oídos, porque enseñaba con autoridad. Autoridad de hechos y autoridad de palabras. Nosotros también nos quedamos asombrados de su enseñanza, pues la suya no es como la de los sabios y filósofos, de los que detienen poderoso poder entre nosotros, poder de los medios, del dinero, de la ciencia, tan varios poderes como nos circunvalan. Enseña de por sí mismo. ¿Cómo es esto posible? ¿En qué universidades o centros de negocios ha estudiado? Y, sin embargo, los que le escuchan, quienes lo escuchamos, entendemos que una fuerza imponente sale de él; un magnetismo que nos atrae a él, disponiendo toda nuestra vida, nuestro pensamiento, nuestros afectos, y todo lo que somos, en dirección a él, atraídos por él, buscándole a él, yendo hacia él. ¿De dónde sale la fuerza de esa autoridad? No somos chiquillos. En nuestra vida sabemos lo que queremos. Y, sin embargo, viendo a Jesús hablando en la sinagoga de Cafarnaún, comentando las Escrituras, todo en él nos atrae. Incluso los espíritus inmundos que habitan en nosotros, que nos acechan buscando por tantos medios hacerse con nosotros, que nos vendamos a ellos, a cierraojos saben quién es. Primero y mejor que nosotros. Son ellos los que, antes de que nosotros empecemos a pacificar nuestra escucha, ya gritan. ¿Qué quieres de nosotros? ¿Has venido a acabar con nosotros?

Llama la atención cómo, quien escribió primero un evangelio, es sensible a esos espíritus inmundos que habitan en nosotros. ¿O no?, ¿se equivoca Marcos? Mire cada uno dentro de sí, mire en torno suyo, y descubrirá que estamos circunvalados por quienes quieren que desemboquemos en el mal, en el desplante, en la insidia, en la guerra, en el desprecio, en el buscar nuestro propio interés por encima de todo semejante, en el esquilmar la naturaleza y sus bienes. El mal nos circunvala, buscando a quién devorar. Nuestra naturaleza se disuelve. Las virtudes han dejado de existir. Ya no hay principios ni valores. El maligno, como escurridiza serpiente, se entromete, haciéndose con nosotros, engañándonos: seréis como dioses.

¿Para qué entrar en la sinagoga de Cafarnaún? Se está mejor fuera. Así somos y seremos más libres, más nosotros mismos. Vayamos a contar nubes. Porque cuando entremos y veamos a Jesús leyendo el rollo de la Escritura y, luego, comentándolo, nos quedaremos pasmados: ¡andá!, esté sí enseña con autoridad. Dice cosas que nos subyugan. También nosotros podemos seguirle. Vayámonos con él. Apenas si sabemos lo que decimos, pero no importa. Iremos con él para siempre. ¿Tendrá consecuencias este seguir a Jesús? Sí, muchas, y desde el mismo comienzo. ¿Nos pedirá que lo dejemos todo, pero que todo, para seguirle?