Mal 3,1-4; Sal 23; Heb 2,14-18; Lc2,22-40

Qué autoridad más curiosa y rara la que tiene Jesús. Autoridad en la prueba del dolor, de manera que pueda auxiliar a los que pasan, o pasaremos, por ella. Para hablar y actuar con autoridad, la autoridad de Dios, se hace igual a nosotros, incluso en su diminuta pequeñez. Todos de la misma carne. Qué hermosura encontrar acá la palabra carne. Y la carta a los Hebreos anticipa lo que ha de venir, porque Jesús, muriendo, aniquila al que tiene poder de la muerte, es decir, el diablo. Y lo realiza ya desde ahora, porque su carne es carne de Dios. Todo lo que vive, todo lo que hace, incluso antes de tener uso de razón, incluso antes de saltar a su vida pública, todo lo toca con su carne divina, porque es el Rey de la gloria. Que alcen los dinteles de las puertas del Templo, porque va a entrar el Rey de la gloria. Así lo vieron el viejo Simeón y la anciana profetisa Ana, así lo vemos nosotros que celebramos esta fiesta. Pueden ir al seno del descanso porque han visto a su Salvador, quien les librará de la muerte cuando, muerto él mismo en la cruz, descienda a los infiernos para salvarles, para salvarnos. Ya entonces, apenas si un rollito de carne sonriente y llorona, tiene la autoridad de Dios para nosotros, para, estando con nosotros en su propia carne en todo igual a la nuestra, excepto en el pecado, llevarnos tras de él en el camino de salvación. Simeón y Ana lo vieron y dieron gloria a Dios.

Mas ¿por qué no lo vieron todos los que en aquel momento asistían y hubieran podido contemplar la exigua familia de José, María y el niñito? Estaban a sus cosas, no esperaban, sin volverse a las cosas de Dios. Vivían de su propia autoridad, creyendo que esta era la de Dios. No pudieron comprender de ninguna manera que, allá, ante sus ojos, se mostraba en todo su esplendor la fuerza y la autoridad de Dios. Simeón y Ana, como antes María y José, o los pobres pastorcillos y los magos, esperaban el mostrarse de Dios. En su pequeñez humilde, vivían pendientes de él. Eran los humildes de Dios, sus siervos, sus esclavillos. Esa espera era la fuente de su vida. Y tuvieron la dicha inmensa de ver cómo esa espera se convertía en realidad de esperanza. Barruntaban lo por venir; por eso Simeón ve la espada que atravesaría el corazón  de María. La fuerza de Dios, su autoridad quedaba en sus manos, Ellos eran sus humildes cuidadores. Porque ese niño, pura presencia de Dios, pues su Hijo único, su predilecto, está en sus manos, en sus vidas, para que vaya creciendo y robusteciéndose, llenándose de sabiduría, de modo que la gracia de Dios lo acompañaba.

¿Cómo es posible que tanto en tan poco, la inconmensurabilidad de Dios en la carne de ese niño que va creciendo? Vida escondida y oscura de Jesús mientras va alcanzando la edad de los treinta años, la madurez, cuando uno se hace hombre. ¿Cómo es posible tanta humildad y escondimiento? Los pasos de Dios parecen movimientos geológicos, hasta que llegue el momento en que la historia se precipite hacia la cruz. ¿De qué modo estaba la autoridad de Dios sobre nosotros en ese niño que hoy lo vemos presentar en el Templo y mañana irá creciendo poco a poco, sin saltos, sin alharacas, en la humildad de su carne?