1Re 10,1´10; Sal 36; Mc 7,14-23

Esta afirmación de Jesús le deja a uno perplejo. ¿Cómo habríamos de oír si no tuviéramos oídos? Más aún, ¿será falta nuestra si no tenemos oídos, si Dios no nos los ha dado? Parece, más bien, que nosotros nos empeñamos en cerrarlos, tapiándolos a cal y canto. ¿Por qué? Por una sencilla razón. Al pensar que sea lo que entra en nosotros lo que nos haga impuros, pues eso es lo que nos tizna, manchándonos. Pensamos que podemos entrar en el espacio santo de Dios mediante abluciones y vistiéndonos de bonito. Agrada, es verdad, vestirse elegante y de nuevo para asistir a alguna fiesta principal. Y, en ese momento, deberemos procurar que lo de dentro no se vea, no salga a nuestra superficie para enlodar la fiesta. Pero ese no es el pensar de Jesús. A él no le preocupan los exterioridades de nuestra vestido y de nuestra cara sonriente, sino las internalidades de muestro corazón. La fiesta no es un momento en que olvidamos nuestros rencores e intereses, poniendo cara bonita, esperando que llegue la uniformidad de nuestro odio que no perdona, que busca su propio interés, que alancea a quien se le ponga por delante. Lo decisivo es nuestro interior. De donde nos salen las palabras y los haceres es del corazón. Donde se cuece nuestra vida es en el lugar de las internalidades. Del corazón sale toda nuestra impureza. Es nuestro corazón el que odia y mata, aunque luego necesite para ejecutarlo del arma homicida. Por eso, también es pecado horrible el matar de intención. Y es ahí, a nuestro corazón, a donde llega la gracia redentora que Dios nos ofrece en la cruz de Cristo. Pero es de ahí de donde salen todo género de malos propósitos, la lista es larga: fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfrenos, toda envidia y difamación, orgullo y frivolidad.

¿Para qué la eucaristía diaria? ¿No forma arte, ella también, de las externalidades que nos dejan en lo de fuera? No cabe duda, podemos participar en ella con el corazón relleno de negruras. La oración sobre las ofrendas nos señala algo salvador para nosotros. Pedimos a Dios —estas oraciones siempre se dirigen al Padre, por nuestro Señor Jesucristo— que acepte los dones que le presentamos. Dones de pan y vino que se nos regalan como fruto de la cruz. Y le pedimos que nos conceda algo decisivo: que sea la participación en este sagrado misterio que celebramos lo que haga que seamos testigos de su amor. Amor que es suyo en nosotros. Amor que, en él, con el y por él, impregna corazón e internalidades, de modo que nuestras palabras y nuestras acciones tengan el suave olor de Cristo.

Tal es la manera en que el justo expone la sabiduría, porque ella es el mismo Cristo. De este modo en Salomón —al que no apreciamos pos sus haceres, mas hoy sí por sus palabras— vemos la sabiduría que nos muestra a Cristo. No Salomón, sino Jesús es el rey que el Padre ha elegido para colocarlo en el trono de Israel. Y ese trono, asombra sobremanera poder decirlo, es la cruz. Que las cosas sean así todo lo cambia y, por eso, todo nuestro caminar nos conduce a ese lugar de salvación. Es en él en donde participamos de su palabra y de sus haceres, de su autoridad divina. Así, nuestro corazón producirá la vida eterna que él nos dona. Vida de unión con él.

El que quiera oír, que oiga.