1Re 29-32; 12,19; Sal 80; Mc 7,31-37

De nuevo los tocamientos. Parecería que Jesús no es capaz de sanar si no es tocando: los dedos en los oídos, la saliva en la lengua. Y así el sordo que apenas podía hablar, para colmo apartándolo de la gente, fue curado. La palabra y los haceres de Jesús son costosos. Necesita tocar y que le toquen. Restregar, ensalivar, lavar los pies, arrojarse al madero de la cruz acariciándose con ella. Ni el AT ni el NT nos presentan comunidades espiritosas, en las que la carne es apenas si un espumear cocacolístico. La carne y la sangre están profundamente ancladas en ellos. La Iglesia que él funda tampoco es mera espiritualidad gaseosa, casi diría que platónica. Todo en ella, como en la vida de Jesús, el Hijo de Dios, es un restregamiento de carne. Teología de la carne que se va haciendo de más en más una teología de la cruz. Se oyen los esputos, los gritos, los lloros. Resuena la compunción por los pecados. Los demonios gritan su malestar y dicen conocer mucho mejor que nosotros quién es Jesús. Se oye el grito desgarrado de la fe que casi no cree; que no sabe cómo creer. Se duele de los pecados con lamentos explosivos, pero sin apenas saber cómo salir de él. Nuestra vida eterna, que es un vivir con él, por él y de él, es un convivir con él, en la desgarradura del camino, en la fe vacilante, en la fragilidad asombrosa de la carne. En la negación de Jesús tres veces. En los lloros sofocantes cuando cante el gallo tres veces. Mas todo ello no en una lucha meramente almal, es decir, en la que parece que solo el alma tiene su juego —alma inmortal, sí, pero platónica—. Mas no, no es así, la teología de la encarnación nos lo muestra con exuberancia. Carne de niño que va creciendo con las mamadas al seno de su madre. Carne de niño que crece obediente a sus padres. Carne de palabra y de haceres que vienen a nosotros con la autoridad de Dios. Carne de la comunidad de los Doce, de los apóstoles y discípulos, sus seguidores. Tú, déjalo todo y sígueme. Y lo dejamos todo y le seguimos. Carne de agua bautismal. Carne de eucaristía. Pero todavía todo esto apenas si es algo, porque la teología de la encarnación, la afirmación dura y sangrante de la carne, nada es si no desemboca en la teología de la cruz. Si esa carne no es carne muriente, mejor, carne muerta. Y todavía tenemos que tocar ese cuerpo muerto. Debemos poner a Jesús en la sepultura con nuestras propias manos, tocando su carne muerta. No entiendo, pues, cómo algunos cristianos tienen una comprensión de Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, y de su Iglesia, en la pura evanescencia de un alma desencarnada. Bien es verdad que, tras la teología de la cruz nos queda todavía elevarnos a una teología del Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, en la que resplandece la gloria de Dios transfigurada. Porque no bastaría con que nos quedáramos en los sentimientos dolorosos, aquellos con los que encontramos a María al pie de la cruz, y que en ella la recibimos como madre en nuestra casa. Falta, pues, una teología de la resurrección de la carne. Primero en Jesús, luego, en nosotros, que por el don de su gracia vivimos una vida eterna, pues es vida con él, y que grita en nosotros: Abba, Padre