La primera lectura de este día nos hablan de la santidad de Dios. También se refiere a nuestra vocación a la santidad. El amor que Dios nos tiene se manifiesta también en ese deseo suyo de que seamos santos como Él. Dios se comunica al hombre dándose a sí mismo. En esa donación nos comunica su propia vida, que es su santidad. Pero esta no se ofrece de una manera mecánica sino que pide la correspondencia de nuestra libertad.

Cuando Dios habla a Moisés (primera lectura), de alguna manera le presenta un imposible. Les dice que han de ser santos como Él. Sin embargo esa posibilidad estaba lejos del alcance del pueblo de Israel. Pero la ley, como dirá san Pablo más adelante, actuaba ya como pedagogo e indicaba un camino que había que seguir. Dios la recordaba con frecuencia para evitar el endurecimiento del corazón. Será con el envío del Espíritu Santo cuando la santidad de Dios sea comunicada al hombre. Esa comunicación es tan íntima que transforma totalmente al hombre. Sabemos que somos templos del Espíritu Santo; es decir, verdaderas casas de Dios. Y, Dios no habita en nosotros sin transformarnos sino que viene a nuestro interior para morar con nosotros. El cristiano es santo porque Dios habita en él y es santo. Su presencia nos santifica porque su vida nos es comunicada.

En esta perspectiva se entienden mejor las enseñanzas del Evangelio de hoy. Si Jesús nos muestra toda la exigencia de la ley es porque nos da la posibilidad de cumplirla. Como señala Santo Tomás de Aquino, la nueva ley es el Espíritu Santo. Ya no se trata sólo de mover nuestra libertad para comportarnos de acuerdo con algunos preceptos dados por Dios y reconocidos en nuestro interior como buenos. Ahora lo que debemos hacer es dejarnos guiar por el Espíritu Santo, ser movidos por Él.

La presencia de Dios en nosotros dilata nuestro corazón para que amemos como Dios ama. Es esa una de las verdades que más sorprenden a quienes no conocen el don de Dios.

Si comparamos los mandatos de la primera lectura con lo que enseña el evangelio observamos una progresión, pero no una contradicción. De hecho nos pueden parecer ya muy exigentes los preceptos de la ley antigua, pero en seguida cambia nuestra opinión si nos damos cuenta de que el mismo Dios que nos dice cómo obrar nos da su ayuda para hacerlo. En el evangelio se nos señala que seremos juzgados por el amor. Pero es muy hermoso que meditemos como detrás de toda persona que pueda solicitar o necesitar de nuestra ayuda está Jesucristo.

La santidad, por tanto, pasa siempre con una relación personal con Dios. Y jesús se nos acerca de muchas maneras, escondido en el indigente y en quien sufre, para que probemos su misericordia ofreciéndole la nuestra. Si fuéramos conscientes de que siempre es Cristo quien nos llama estaríamos más dispuestos a responder con amor. Y además experimentaríamos el agradecimiento al ver que ha sido él quien, en esa situación concreta, ha contado con sonostros despertando y moviendo nuestra acción.