En las tres lecturas de hoy se nos muestra un hilo conductor. Dios le pide a Abrahán que sacrifique a su único hijo. Isaac sube hacia la montaña portando la leña sobre la que ha de ser ofrecido en holocausto. Los padres han visto en él una imagen de Jesús cargando con la cruz camino del Calvario. Pero en el momento crucial la ofrenda es impedida y, en su lugar Abrahán puede inmolar un carnero, que también simboliza a Jesucristo.

San Pablo, a su vez, nos recuerda que a diferencia de lo sucedido con Abrahán, Dios “no perdonó a su propio Hijo”. Al escuchar estas palabras no debemos olvidar la íntima unidad (incomprensible para nosotros) que se da entre las Tres divinas Personas. El mismo amor con que el Hijo se entrega es el amor con que el Padre acepta la ofrenda de su Hijo. Y en el horizonte de se amor está el hombre. Por eso dice Pablo que “lo entregó a la muerte por nosotros”. En el Evangelio se muestra esa unión entre el Padre y el Hijo. Jesús es presentado como “mi Hijo amado”, y la transfiguración revela su divinidad al tiempo que anticipa la resurrección.

En nuestro caminar cuaresmal quizás hayamos llegado al punto de estar dispuestos a dárselo todo a Dios, como Abrahán. La carta a los Hebreos nos lo propone como ejemplo de hombre de fe, fiado en todo de la palabra de Dios y presto a cumplir su voluntad. Pero el texto del Antiguo Testamento no nos muestra sólo la obediencia de Abrahán sino también la insuficiencia de su sacrificio. La muerte de Isaac sólo hubiera traído dolor al corazón de su padre pero no habría reportado bien alguno. En cambio el sacrificio de Jesús nos trae la salvación.

Por eso, si de Abrahán aprendemos la obediencia, que es signo de la de Cristo que cumple perfectamente la voluntad del Padre, entendemos también que toda nuestra vida es agradable a Dios en Jesucristo. Lo es en cuanto que por Él hemos sido redimidos pero también porque podemos hacerlo todo unidos a Él. San Pablo lo señala diciendo: “¿Cómo no nos dará todo con él?”. Aquí se está señalando un movimiento descendente. Y esto también está sucediendo durante esta Cuaresma. Por más que hayamos intensificado nuestra ascesis, y es importante, o incrementado nuestras limosnas, lo que estamos viviendo es consecuencia de las generosidad de Dios. Por Él somos conducidos a una mayor conciencia de nuestra dignidad de cristianos y vamos purificando nuestras imperfecciones para que se muestre en nuestra vida la de Jesucristo. San Pablo también señala: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios?”. Con ello nos indica que podemos caminar esperanzados porque nada puede arrancarnos de su amor.

Abrahán bajó confortado de la montaña. El Señor, en premio a su fidelidad, le bendijo y multiplicó su descendencia. Nosotros también podemos experimentar algo semejante. Cuando somos generosos con Dios y lo sometemos todo a su voluntad descubrimos que nuestras renuncias se transforman en beneficios. Quizás la Cuaresma se parezca al largo y pesaroso caminar de Abrahán hacia el país de Moira para ofrendar lo más querido, nuestro propio corazón y aquello a lo que este está apegado, y poder descubrir en el momento de la máxima negación que Dios nos concede un corazón totalmente nuevo.