Dan 3,25.34-43; Sal 24; Mt 18,21-35

Así rezan las primeras palabras de la oración colecta de hoy, porque si su gracia y misericordia nos dejan de su mano, ¿qué será de nosotros? Azarías gritaba al Señor en medio del fuego que, por el honor de su nombre, no nos desampare para siempre; que no aparte de nosotros su misericordia. Sí, es verdad, somos un pueblo ínfimo, que casi desaparece por nuestros pecados; estamos humillados en la tierra por su causa. No tenemos sitio para alcanzar esa misericordia. ¿Cómo serán nuestros sacrificios? No nos defraudes, gritamos al Señor. Maravilla esta oración de Azarías echado al horno. ¿Le salvará el Señor? Trátale, y trátanos, según tu inmensa piedad y misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre.

Nunca olvides, Señor, tu misericordia, cantamos con el salmo. Palabras inmensamente hermosas. Recuerda que tu ternura y tu misericordia son eternas. ¿Serán nuestros pecados los que cuenten ante él? Nos hizo a su imagen y semejanza, pero sabiendo muy bien —aunque no queriéndolo, claro— que por causa de nuestra libertad gritaríamos con la serpiente tentadora que seremos como dioses. Pero ¿ahí quedará todo, enfangados en el empecatamiento al que nos arrastra nuestra voluntad libertaria? ¿Hará de nosotros el Señor creador nuestro, para liberarnos, meros robots teledirigidos? Asombra ver que no, que el designio —ahora y solo ahora, aquí y solo aquí puede emplearse esa palabra— del Dios Uno y Trino es que el Hijo se haga hombre, se haga carne como la nuestra, en todo igual a la nuestra excepto en el pecado, pues su libertad es poderosa, amante y tierna, y que ahí se entregue a la soberana labor de nuestra salvación. El Hijo ahora será nuestro Redentor. Pase lo que quiera, aunque ese querer, nuestro último querer, la definitiva pretensión de nuestra libertad enpecatada, sea montarle en la cruz. Y es ahora cuando vemos cómo Azarías en el suplicio era imagen y figura del Hijo del hombre, aherrojado a muerte segura, pero librado por la ternura y la misericordia del Padre. Este es el designio salvador del Dios Uno y Trino. Esta es su gran aventura. No, como algunos dicen, que todo lo dirige manu militari en la creación, en donde está todo previsto de antemano. No. Hay dos prodigios que asombran hasta dejarnos turulatos: la creación, sostenida en el tiempo, y el designio salvador en Cristo Jesús, con él y por él. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ambos, fruto de la libertad.

El evangelio de hoy, aunque va un poco por sus fueros, al menos con respecto a este comentario, nos habla en su final de perdón, de misericordia. ¿Cómo?, ¿tú no perdonas, sino que estrangulas diciendo: págame lo que me debes, y esperas que Dios te perdone a ti? ¿Quién es el que perdona no siete, sino setenta veces siete? ¿Yo?, ciertamente no. ¿Tú?, me extraña. Es el Señor quien nos perdona esas setenta veces siete. Y nos perdona elevando al Hijo en la cruz; permitiéndolo. Es ahí en donde nos perdona todo, una y otra vez, hasta la locura. Porque Dios, el Dios trinitario, Padre, Hijo y Espíritu Santo, está loco por nosotros. Quiere perdonarnos en la cruz del Hijo. Busca, por ello, que nos dejemos perdonar —¡cosa bien difícil!— y que, por analogía de amor con su hacer, nosotros perdonemos, como él, no siete, sino setenta veces siete.

Es la participación en el sacramento de la cruz —el agua y la sangre que salen del costado de Jesús muerto— lo que expía nuestros pecados, acrecienta nuestra vida siguiéndole y nos otorga su protección.