Ez 47,1-9.12; Sal 45; Ju 5,1-3.5-16

El agua mana y crece y crece, ¡agua hasta las tobillos!, ¡agua hasta las rodillas!, ¡agua hasta la cintura! No se hace pie, era un torrente que no se podía vadear. Para Israel, el agua es vital. Ezequiel lo sabe, de ahí su visión profética. Agua fluyente en cantidades asombrosas, para regar los campos y las sementeras, para que todos los seres vivos tengan vida. La habrá allá dondequiera que llegue la corriente. Así es, porque el Señor de los ejércitos está con nosotros. En él nos refugiamos, él es nuestra fuerza, de él procede el agua que nos dona la vida. De esa agua viviremos. El agua que nos viene del templo de nuestro Dios. De la gloria que se manifiesta en el templo procede la maravillosa inundación de su agua bendita. Así pues, todo crecimiento en nuestra vida depende de esa agua viva, del agua del Señor que desborda sin medida partiendo del lugar de su presencia entre nosotros.

En la piscina de Betesda nos encontramos con agua de vida que espera de nosotros, ciegos, cojos, paralíticos, que nos sumerjamos en ella para ser curados de la sequedad de nuestra vida sin esperanza. Pero estamos tumbados en la camilla, junto a la acequia seca de la muerte. Solo nos falta morir para que la tierra resecada cierre nuestra tumba. Estamos encogidos en nuestro mortal embarazo. Que se remueva como quiera el agua de la piscina, o la que sale por el zaguán del templo, que no nos alcanzará. Estamos petrificados. Nadie nos meterá en la piscina cuando se agiten sus aguas. Estoy condenado a la inmensa y definitiva sequedad de mi vida. Puede, incluso, que vea el moverse del agua, pero sé que no me alcanzará, porque ¿quién me llevará hasta ella? Parezco alejado para siempre de la ternura y de la misericordia de Dios. Aunque quisiera, nunca llegaría el primero a esa agua removida. No tengo esperanza. Así me quedaré para siempre. Pero oigo una voz suave que me grita: levántate, toma tu camilla y echa a andar. ¿De dónde viene esa susurro? ¿Quién eres, Señor? ¿Cómo es tu voz tan potente en mis interioridades que te oigo cuando estaba tumbado en la completa desesperanza? Tan potente es que me levanto, tomo mi camilla y creo en ti. Porque tú, con tu voz, has despertado mis viejos oídos que en el fondo se negaban a escuchar el susurro del agua en su crecida salvadora; me has dado fuerza en las extremidades para recoger los restos de mi vida resecada hasta la muerte, y puedo levantarme y puedo caminar y puedo sumergirme en esa agua salvadora que viene de ti. Pues ¿quién era el templo de donde salían las numerosas aguas por el zaguán? Eras tú, Señor. Treinta y cinco, o veinte, o diez, o un año llevaba inmisericorde encerrado en mis oídos que no oyen, en mis pies que no andan, en mis manos que no acarician, en mi corazón clausurado a cualquier ternura, y, de pronto, llegas tú con tu palabra y con tu gesto, y salto de alegría, porque me has mostrado que tengo en quién creer, mi fe en ti, en tu persona, en tus actos, en tu salvación. ¿Quién eres, Señor, que aprovechas del sábado para hacer lo que decían prohibido: curar mi falta de fe y que abandonara mi vida pasada arrastrándola en la vieja camilla de mis dolencias y pecados? Señor Jesús, ten cuidado. Te espían y quieren acabar contigo: no soportan que digas Yo soy.