Llegó el día. El hombre cree que ha vencido a Dios, que por fin lo ha derrotado. Dios, que lo escribimos con mayúsculas, se ha hecho minúsculo. Después de una noche de pesadilla, de falsas acusaciones y maltratos es entregado a los extranjeros para que acaben con él de forma ignominiosa. El que se decía hijo de Dios es mostrado como un pelele, como un desecho, como un gusano. Sólo el cartel de la acusación dice la verdad, pero estamos tan acostumbrados a no leer los carteles. Los amigos han desaparecido, los enemigos se han hecho fuertes y presumen, sólo algunas mujeres y un joven discípulo pasan desapercibidos para los “triunfadores”. La Vida ha muerto y a muerte se cree viva. Las tinieblas que fueron vencidas por la luz, separadas en la creación, vuelven a juntarse haciendo del mundo un lugar de tinieblas. Todo hoy es desconcertante. ¿Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo! Y sólo unos locos se atreven a responder: ¡Venid a adorarlo!

Hoy los altares en las iglesias estarán desnudos, como Cristo en la cruz. Los oficios comenzarán en silencio, postrados, como si toda la Iglesia no tuviese nada que decir, sólo puede humillarse y contemplar. Escucharemos el relato de la pasión, y no será el narrar de un acontecimiento histórico, sino la verdad que sigue resonando en el corazón del hombre hasta hoy. Seguimos siendo capaces de matar al creador, de expulsar a Dios del mundo, de encerrarlo detrás de una gran losa. El corazón se encoge ante la dureza de los hombres que se deshacen de Dios. Y muchas veces la Iglesia permanece oculta, escondida, como si tuviera complejo de inferioridad, sin saber a dónde aferrarse. Pero entonces oímos esas palabras: “Hay tienes a tu madre!” Y nos agarramos a la mano de María y crece en nosotros la confianza. Dios hace bien las cosas, aunque sean incomprensibles para nuestro pequeño entender. Por eso hoy la liturgia de la Iglesia que nos priva de la Misa no nos quita la Comunión. El cuerpo de Cristo ya no está en su lugar en la parroquia, parece que está descolocado, descentrado, pero está. Vuelve a decirnos ¡Soy yo, no temáis!. Tal vez sólo sea un momento, como el momento de la Transfiguración, pero nos da ánimo para seguir esperando. Seguramente nos sigamos preguntando con Pedro, Santiago y Juan qué significará eso de resucitar de entre los muertos…, pero confiamos.

Viernes santo. Muchos lo vivirán como si Dios realmente hubiese muerto y ya hubiera sido vencido. Tu y yo permaneceremos expectantes, unidos a nuestra Madre del cielo, dejándonos sorprender por Dios mientras resuenan en nuestros oídos las palabras de Jesús: “No temáis, Yo he vencido al mundo”.