Muchas veces tengo la oportunidad de bautizar niños. El pasado sábado asistí al de un matrimonio que se había estado preparando en la catequesis durante más de un año. Si cada celebración bautismal con niños me recuerda el gran don que supone, el otro día se me hizo más presente. La gracia del bautismo es la misma, aunque la celebración varía un tanto ya que, los adultos reciben además el sacramento de la confirmación y la comunión. Pero, al ver a aquellos muchachos preparándose con ilusión para el día de su bautismo y después, observar como vivieron la ceremonia, con todos sus signos (la vestidura de blanco, las velas que se encienden del Cirio Pascual,…) se me hizo más presente la grandeza del Bautismo. Verdaderamente es un “nacer de nuevo”.

Es prodigioso que un signo tan sencillo como derramar agua sobre la cabeza acompañado de unas palabras produzca efectos tan grandes. Jesús ha vinculado a los signos sacramentales la comunicación de la gracia. Por lo sensible se pone en contacto con nuestra humanidad para transformarla interiormente y elevarla a la vida divina.

En el Evangelio leemos que el Hijo del hombre ha de ser elevado “para que todo el que cree en él tenga vida eterna”. Precisamente en el rito de admisión se pregunta a los catecúmenos que piden, y estos dicen “la fe”. Y cuando se les insiste en qué da la fe, responden “la vida eterna”. Uno se acerca al bautismo para participar de la vida eterna, y esta va unida a la fe. Es Dios el que nos regala gratuitamente ese don, aunque está en nosotros la posibilidad de aceptarlo o no.

Y, ¿en qué consiste esa vida eterna? La vida eterna es la que tiene el Hijo de Dios. Y Él nos la comunica. Es decir, nos hace participar de su misma vida. Él, que ha bajado del cielo, no sólo nos habla de lo que hay en el cielo, y que aceptamos por la fe, sino que nos transmite el dinamismo de vida que es propio de Dios. Por eso el que nace del Espíritu es comparado al viento, “que sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va”. Se significa así que la vida del bautizado ya no depende sólo de lo terrenal, sino que es impulsada por la gracia y, por lo tanto, conducida de una forma más plena, según el querer de Dios, que se ha introducido en su corazón.

Benedicto XVI ha convocado un año de la fe para que, entre otras cosas, renovemos nuestra conciencia cristiana. Se trata de profundizar en lo que creemos y, también, de ser capaces de comunicarlo a los demás. Precisamente el marido que se bautizó me comentaba el grande deseo que tenía de que sus amigos no bautizados pudieran conocer a Jesucristo como él. Esa frescura de la fe me recordó que yo también fui un día bautizado e introducido en la familia de la Iglesia. Me llevó a renovar interiormente mis compromisos bautismales, desde el agradecimiento por todo lo que Dios me había dado, y también me condujo a sentir la responsabilidad de comunicar mi fe a otros.

Los días de Pascua son especialmente propicios para elevar nuestra mirada al cielo. Pero no sólo para contemplar todo lo que allí nos espera como promesa, sino también para reconocer lo que desde allí nos ha llegado. La resurrección del Señor nos ha traído una vida nueva, que generosamente nos entrega, y que debe manifestarse en nuestra vida con esa caridad de que nos habla la primera lectura.