Hace pocos días, en la Vigilia Pascual, era bendecido el fuego y con él se encendía el Cirio Pascual, que evoca a Cristo resucitado. La ceremonia, ya sin la luz del sol y con las luces de la iglesia apagadas, era especialmente significativa. De ese cirio encendían todos los participantes en la celebración su candela, simbolizando su participación en la resurrección. Recordaba también la ceremonia del bautismo cuando el padrino enciende su vela también de la llama del Cirio Pascual. El signo de la luz es claro. Sin él no percibimos las formas ni tampoco los colores. Jesús dice de sí mismo que es “la luz del mundo”  en el evangelio de hoy se señala que quien quiere perseverar en la tiniebla del pecado se aparta de la luz de Cristo. Quien busca la verdad sobre su vida se acerca a la luz. El mensaje es claro. ¿Cuántas veces no preferimos permanecer en la ignorancia antes de que nuestra vida se vea iluminada, precisamente porque sospechamos que no estamos obrando bien?

Leemos: “Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Todos conocemos personas, o quizás nos ha pasado a nosotros, que temen ir al médico porque quizás se descubra entonces que no están tan sanos como pensaban. El médico aparece, en la imaginación, como un enemigo que nos va a hacer presente nuestra enfermedad. Se ve como alguien que nos muestra nuestra dolencia olvidando que también él, quizás, nos podrá ayudar para curarla. Algo parecido vienen a significar esas palabras del Evangelio. Cristo no ha venido al mundo para destruir a los pecados sino para salvarlos. Ahora bien, al realizar su obra de redención, en la que se pone de manifiesto su misericordia, también sale a la luz la realidad del pecado. Pero Cristo no viene a condenar sino a salvar. Queda fuera de esa salvación quien no cree en Él. Es decir, el que lo percibe como una amenaza porque no quiere reconocer que está enfermo o, porque prefiere seguir así.

El cirio Pascual, que recuerda a Cristo resucitado también es una señal de que queremos que nuestra vida sea iluminada por Cristo. Sólo con esa luz podemos alcanzar la vida que verdaderamente queremos. Ella es la que nos mostrará la realidad de lo que somos y la que derramará sobre nosotros la misericordia sanadora del Señor. Es esa luz, también, la que se nos transmite a cada uno de nosotros para que seamos testigos de la bondad que Dios ha tenido con nosotros.

Si nos fijamos en la primera lectura es eso lo que el ángel pide a los apóstoles al liberarlos de la cárcel: “Id al templo y explicadle allí al pueblo íntegramente este modo de vida”. Es decir, son llamados a ser reflejo de la luz de Cristo que se manifiesta en la vida que llevan. Esta sobresale por la caridad. De hecho, es el amor que había entre los cristianos el que hacía que su vida resplandeciera ante los demás hombres. En esa claridad podían ver la diferencia entre la vida que llevaban hasta entonces y la que se mostraba en los discípulos de alguien que, decían, había resucitado.

Que la Virgen María, que estos días invocamos como Reina del cielo, nos ayude a vivir en la luz de Cristo para que nuestra vida, transformada por Él, sea también un signo para quienes nos rodean.