Hch 3,13-15.17-19; Sal 4; 1Jn 2,1-5;Lc 24,35.48

Qué bueno sería que esa palabra de Pedro, matasteis, se dirigiera a los demás, a los que no son como nosotros, a los judíos o a los romanos o a las autoridades y los poderosos, pero, ay, no es así. Pedro dirige ese pequeño discursito, resumen de la catequesis primera, a la gente, es decir, a los demás, claro, pero también a ti y a mí. Por eso, el matasteis lleva dentro de sí el maté y el mataste al autor de la vida. ¿Cómo?, ¿yo? ¿No fueron los otros, aquellos que no son como nosotros? La carta de Juan lo remacha: es víctima de propiciación por nuestros pecados. También los demás, pero, por favor, comencemos por nosotros, por mí y por ti. De otro modo, hacemos trampa, y nos acercamos a escribas y fariseos a los que Jesús azuza brutalmente, haciéndonos como el fariseo que sube a la parte delantera del templo para espetarle al mismo Dios: mira, ¡mecachis, qué guapo soy! Cuando estos días pasados hemos visto que Jesús moría en la cruz, abandonado de casi todos, excepto un grupillo de mujeres, entre las que estaba María, su madre, y el apóstol jovencillo, hemos comprendido de qué manera tan brutal estábamos nosotros implicados en esa muerte. Ha muerto por mí. Por mis pecados. Por ti y por todos, seguro, pero es esencial que sea capaz de verlo en su crudeza: Jesucristo ha muerto por mí. Así pues, ¿podré resucitar con él o me perderé para siempre en las mazmorras del olvido de Dios? Ha muerto por mí, para mi salvación. Eso por y ese para son esenciales en todo lo que hemos vivido estos días pasados, cuando lo hemos visto abandonado morir en la cruz desgarradamente, y, luego, con asombro infinito, hemos visto cómo Dios su Padre lo resucitaba de entre los muertos para darme —y darte y darle y darnos y darles— la vida. El Hijo ha muerto por mí y para mí, y ahora resucita también por mí y para mí. Por mí, porque ha sido víctima de propiciación por mis pecados, y para que lo conozcamos; y sabré que lo conozco cuando guarde el mandamiento del amor.

Una vez más la oración colecta nos llena de gozoso entendimiento cuando me habla de la alegría de haber recobrado la adopción filial —creado a su imagen y semejanza, antes de caer en el seré como Dios—, que me afianza la esperanza de resucitar gloriosamente con él.

La escena de Lucas es maravillosa. Nos introduce en la sorpresa inaudita de aquellos primeros días, cuando vemos a los discípulos de Emaús que vuelven a la carrera a Jerusalén para anunciar a los apóstoles reunidos a quién han visto y cómo en la eucaristía lo han reconocido. Asombra y llena de gozo que el reconocimiento de Jesús resucitado se dé en un contexto eucarístico, y este se nos ofrezca en la eklesía, es decir, en la Iglesia reunida en el mismo lugar eucarístico en el que celebraron la última cena y en el que recibirán al Espíritu Santo. Llenos de miedo por la sorpresa creían ver un fantasma. Pero no, es Cristo resucitado quien aparece en medio de nosotros. Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Genial: no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos. Contexto de oración y eucaristía, reunión en Iglesia, recepción del Espíritu Santo, con María: ahí se me da la fe en Jesucristo.