Hch 6,8-15; Sal 118; Jn 6,22-29

Los miembros del Sanedrín, que al punto iban a condenarle a ser lapidado, miraron a Esteban, y su rostro les pareció el de un ángel. Porque también su rostro brillaba con luz transfigurada. El pueblo, los ancianos y los escribas, una vez más, se dejan alborotar; el motivo es el mismo: que Jesús de Nazaret destruirá el templo y cambiará las tradiciones recibidas de Moisés. El cambio, presentido desde antiguo, fue morrocotudo. El templo ya no será de piedra, sino de carne. La víctima ya no era un cordero, sino el cuerpo y la sangre del mismo Jesús de Nazaret. En el yo soy del mismo Dios nos encontramos con el siendo de Jesús. La pretensión era por demasía. Por eso, Jesús fue crucificado. Por eso, Esteban será lapidado hasta la muerte. Por eso, el mismo Dios resucitó de la muerte a su Hijo y llevó a su regazo en lo alto del cielo al apedreado.

¿Cuál es el aquí al que se refiere la gente con su pregunta? Es el aquí del pan que nos da a comer, el aquí de la eucaristía. Porque es ahí, en ese aquí, en donde nos encontramos con él. ¿Y cómo llegaremos hasta ese aquí en el que él se encuentra? Cumpliendo la obra que Dios quiere de nosotros: que creamos en el que él ha enviado. Porque ha sido enviado para nosotros. Sin la fuerza de ese para nosotros, no podremos alcanzar el aquí en el que se nos dona. Es verdad que ese para es también para mí, pero solo puede darse dentro de un para nosotros, es decir, cuando el aquí es eclesial. Porque no encontraremos el aquí donde se da a nosotros si no es un lugar eclesial en el que recibimos la eucaristía. Y, precisamente, porque en él se nos ofrece la eucaristía como don sacrificial de su cuerpo y de su sangre, es ahí donde surge el lugar eclesial. Iglesia y eucaristía no pueden desgajarse. Es ahí donde se nos muestra la luz de la verdad de Dios. Siempre un Dios Trinitario, porque es en su seno donde encontramos su designio de amor para con nosotros. Aun cuando sabía que preferíamos voluntariamente ser como dioses, no cejó en su empeño. Hizo una suprema apuesta: la encarnación del Hijo que, muerto, terminará expuesto en la cruz. Tal es el aquí de Dios. Asombroso aquí en el que nos encontramos con él, pues desde el siempre de Dios ha sido designado como el lugar para nuestra salvación. Asombroso aquí en donde somos reunidos como Iglesia para que se nos ofrezca el pan de la eucaristía. Asombroso Misterio de Dios.

Cada uno de nosotros se adentra en ese aquí de Dios por la fe en Jesucristo, al reconocerle como quien ha sido enviado por el Padre para salvarnos y reconducirnos a nuestra verdadera naturaleza, la de ser, voluntariamente, su imagen y semejanza. Las perdimos queriendo ser como dioses, y ahora, en ese aquí de muerte y resurrección, recuperamos nuestro ser verdadero. Y en este aquí encontramos en Cristo el modelo que nos ofrece nuestro mismo ser natural con el que fuimos creados, pero que nosotros habíamos dejado perder, y la fuerza que se nos ofrece para que seamos capaces de reencontrarnos con ese nuestro verdadero ser. En Cristo, por Cristo, con Cristo. Nunca nada fuera de él. Como Iglesia eucarística. Nunca en algún otro lugar. Porque nuestro Maestro ha venido al aquí en el que se encuentra como fruto del designio salvador del Dios Trinitario.