Hch 9,1-20; Sal 116; Jn 6,52-59

Pablo, rebosando amenazas de muerte contra discípulos del Señor, cae a tierra, envuelto, de repente, en una luz celeste. Perseguía a la Iglesia y es el Señor quien sale a su encuentro. ¿Quién eres, Señor, dime quién eres? Soy Jesús, a quien tú persigues. Fijémonos bien: el nombre escueto: Jesús, suponiendo todo lo demás, pero basta con el nombre, pues pronunciándolo todo lo demás se le da como añadidura. Es el mismo Jesús que se te aparece a ti y a mí, envolviéndonos en esa luz celeste, transfigurada. Y a él llegamos, no lo olvidemos nunca, cuando estamos tras la Iglesia, sea para irnos con ella, sea para perseguirla a muerte. El cuerpo de Cristo es la Iglesia; el Cuerpo de la Iglesia tiene a Jesús como cabeza. Cuerpo de Cristo. Cuerpo místico de Cristo y su Iglesia.

Jesús, Cristo, y la Iglesia formando un único cuerpo, cuerpo real y cuerpo místico. Pero falta un tercer elemento esencial para comprender ese cuerpo: la eucaristía. Porque su carne es verdadera comida para nosotros y su sangre verdadera bebida. Se espantaron los judíos y discutían entre sí: ¿cómo este puede darnos a comer su carne? Y es verdad, tienen razón. Misterio de la Eucaristía. Se nos da en la Iglesia. Por eso, la Iglesia es eucarística o no es nada, un mero nombre. La Iglesia es realidad sacramental, porque la eucaristía es sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, en donde se nos da su carne para ser comida y su sangre para ser bebida. La realidad de esa acción eucarística nos da a comer su  carne y a beber su sangre. No como mero símbolo, sino como señal de realidad del cuerpo de Cristo del que, con la Iglesia, formamos parte. Realidad triforme del cuerpo místico de Cristo. El Jesús nacido de María virgen, muerto en la cruz y resucitado por la fuerza de Dios, la Iglesia que nos lo da a conocer y nos ofrece en ella su carne y su sangre, y nosotros, que al recibirla como verdadero alimento y verdadera bebida —al principio, muchos paganos nos apostrofaban de caníbales, porque comíamos carne humana desgarrada y sangre vertida en ese sacrificio— nos hacemos, en ella, uno con él.

¿Quién eres, Señor, dime quién eres? Soy ese que se mostró en Belén, en Nazaret, por toda la Palestina y, finalmente, en Jerusalén, que murió clavado en la cruz en el Gólgota, fuera de las murallas, expulsado de la comunidad por blasfemo, que descendió a los infiernos para salvar a los justos que ya habían muerto, que resucitó al tercer día y está con nosotros en su Iglesia a través del Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, excelso juego trinitario. El cordero que quita el pecado del mundo, ofrecido en sacrificio, único sacrificio, último sacrificio, en el cuál se queda con nosotros, en la Iglesia que lo celebra una y otra vez, para servirnos de alimento. Sin este alimento, ¿cómo podríamos hacernos de Dios? Cuerpo místico, pues la Iglesia es de Dios y del Señor Jesucristo. No dejo de ser quien soy, pero, a la vez, soy miembro de la Iglesia en la que recibo el don de la eucaristía. Unión real y mística de las tres maneras en que me encuentro con el Jesús que se aparece a Pablo. Quien era, sin saberlo, el perseguidor de Jesús cuando él solo perseguía a la Iglesia —Pablo, por qué me persigues—, es acogido en la Iglesia para recibir a Jesús, y en ella se le dona su evangelio y la eucaristía.