Hch 9,31-42; Sal 115; Jn 6,60-69

Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna

 

Hemos acudido al Señor. Lo hemos hecho malamente, es verdad. Quizá, no lo hagamos mejor en el futuro, pero Simón Pedro, en nombre de sus compañeros los Doce y también en el nuestro, dice palabras emocionantes. ¿A dónde iremos si no es donde tú estás? ¿A quién acudiremos si no es a ti, Señor? Sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios. Es verdad que nuestros pecados e infidelidades, decimos también con Simón Pedro, hacen que volvamos la cara, y demasiadas veces las obras, de donde tú estás, que no nos  atrevamos a mirarte colgado como un pingajo en la cruz, porque sabemos que estás allá por nosotros, por nuestros pecados e infidelidades, que no podemos decir esa mamarrachada de los culpables son ellos, los otros, yo nada tengo que ver con la cruz, porque también los culpables somos nosotros, yo soy igualmente culpable. Pero sabemos, sobre todo, con Simón Pedro, que él se ofrece en sacrificio para nosotros para nuestra salvación, para que tengamos, ya desde ahora, una vida nueva, para que vivamos en una creación nueva en la que vamos naciendo y en la que también nosotros colaboramos para que la vida eterna sea ofrecida a todos. La vida del resucitado. Por eso, también nosotros oiremos su llamada: Id a predicar el Evangelio a toda criatura. Siempre nos encontramos con ese juego sublime del por y del para. Por nuestros pecados y para nuestra salvación. Tal es el designio de la creación y de la nueva creación en Cristo, diseñada en el seno mismo de la Trinidad santísima.

Vamos a él, porque el Padre nos lo concede. Sus palabras, sus acciones, su encarnación, su muerte en la cruz y su resurrección son espíritu y vida para nosotros. Vivimos ya en una creación nueva. Es una creación eucarística, y por ende eclesial, en la que el alimento es la carne y la sangre de nuestro Salvador. Una creación en la que la carne es signo sacramental de la gracia que se nos dona en la carne de Jesús ofrecida por y para nosotros en la cruz. Carne que no queda postrada en muerte y corrupción. Carne resucitada. De tal manera nueva creación que la carne resucitada de Jesús está ahora ya en el seno mismo de la Trinidad Santísima. La temporalidad de la carne resucitada se adentra majestuosamente en el siempre del Dios Trinitario. Alzaré la copa de la salvación invocando tu nombre, cantamos en el salmo. ¿Qué copa? La que contiene la sangre de Cristo derramada en la cruz. La que salió de su costado. El cáliz con el que celebramos la eucaristía, cada vez que elevamos ese cáliz con el vino de su sangre. Siempre, pues, celebración en la Iglesia. Nunca una mera oración privada que me haga gozar a mí solito de los méritos de la cruz de Cristo, o algo así; algo que se queda en el mí mismo de mi egoísmo idolátrico; el punto última del seréis como dioses.

La Iglesia se iba construyendo y progresaba en la fidelidad del Señor, y se multiplicaba, nos cuenta hoy el libro de los Hechos, animada por el Espíritu Santo.

Diseño trinitario de amor el de la creación, el de nuestra salvación y el de la nueva creación. Acción trinitaria en la que actúan Padre, Hijo y Espíritu de modo conjuntado, aunque cumpliendo cada uno lo que le corresponde por su propio ser de Padre, ser de Hijo encarnado y entregado, ser de Espíritu vivificante, Nueva creación eucarística. Cristificación del mundo.