1Co 15,1-8; Sal 18; Jn 14,6-14

Muéstranos al Padre y nos basta, le dice Felipe a Jesús, sin comprender todavía que quien le ha visto a él ha visto al Padre. Palabras misteriosas donde las haya, pues quien, como en aquel momento, ve a Jesús, está viendo una carne como la nuestra, en todo igual a la nuestra, excepto en el pecado. Y, nos dice él, quien lo ve así en su carne tan humana como la mía, está viendo al Padre, antes escondido en la magnificencia de la nube que ocupa su Gloria. ¿Qué tiene la carne de Jesús para que así sea? Todavía si se refiriera a la transfiguración, cuando sus vestidos resplandecían con un fulgor de blancura que no alcanzan los bataneros, pero habla de la carne del Jesús de todos los días. Él, que es camino, verdad y vida. Todavía si se refiriera a la cruz, cuando su cuerpo partido cuelgue de los clavos. Mas se refiere al Jesús de todos los días.

¿Cómo lo entenderemos nosotros? El nuestro es un conocimiento en devenir. No de un golpe. Le vamos conociendo, y cuando le conozcamos, conoceremos también al Padre. Al Jesús total. Al Jesús que espera su hora. Cuando llega su Hora. Al Jesús que se nos da como pan y como vino eucarísticos: su cuerpo y su sangre, la enteridad de su carne. Al Jesús al que damos sin saberlo un vaso de agua. Al Jesús que tocamos cuando besamos al leproso con Francisco o al moribundo que con Teresa acariciamos la mano. Soy Jesús. Al que tú quieres. Al que tú persigues. Al que tú buscas. El que me ve a mí, ve a mi Padre. ‘Yo soy’ el camino que lleva a él, la verdad de todo lo que él es, la vida que se nos dona por el Espíritu en pura gratuidad. ¿Estás conmigo desde hace tanto tiempo, y todavía no te has dado cuenta, Felipe? Quien me ve en todos y cada uno de esos modos, está viendo la Gloria de Dios que resplandece en mí. Resplandor silente, sin embargo, que, por el Hijo, me abre los ojos al Padre, con la fuerza del Espíritu. Obra santificadora de la Trinidad Santísima en mí, en nosotros.

Hay una condición, la fe en Jesús, siempre la fe en él, por medio de la cual, en la oración colecta, pedíamos al Padre que nos concediera la gracia de la participación. Porque solo conoceremos a Jesús cuando se nos conceda formar parte de su muerte y de su resurrección. Muchos vieron a Jesús en su andadura que culmina subiendo a Jerusalén. Muchos son los que ven leprosos y moribundos. Muchos son los que nunca dan ningún vaso de agua al menesteroso. Pero todo ello fue un mirar sin ver. No ven a Jesús en la fuerza del su ser; a lo máximo como un buen hombre en el que Dios se fijó y lo medio integró en sus sobrenaturalidades de película de superman. Señor, dame ojos para verte. Verte tal cual eres en la fuerza de tu ser. Verte en el pan y el vino eucarístico, verte en tu Iglesia, porque es en ella, en su vida y sacramentos, en donde te vemos como eres: cuerpo muerto, cuerpo resucitado, cuerpo glorioso. Solo podremos obtener ese tomar parte en tus misterios cuando estemos abiertos a la sacramentalidad de la carme. De la tuya, es obvio, pero también de la nuestra, que en suprema donación participa de tu muerte y de tu resurrección.