Hch 13,44-52; Sal 97; Jn 14.7-14

A Jesús, el Cristo, lo podemos conocer. Por eso, con él, por él y en él, conocemos también al Padre. Lo conocemos en la cruz. Sufriendo, aprendió a obedecer. Obedecer al Padre, quien lo había enviado a nosotros, precisamente para ese acto de conocimiento que nos devuelva la plenitud de nuestro a imagen y semejanza, con que fuimos creados, pero dejamos caer cuando quisimos ser como diosecillos, y, engañados por el Maligno, no resultando sino puros pecadores. Perdimos la plenitud de nuestra cercanía a Dios, quien nos había creado. Desperdigamos nuestra vida en infinidad de líneas que nos llevaban a la construcción de realidades dispersas, y como en una Torre de Babel entramos en la tierra de la confusión respecto a cada uno de nosotros y al del conjunto de la humanidad. Engañados en las mil realidades que nos adquirimos, perdimos la realidad. Alejamos a Dios de nuestra vista. Incluso llegamos a creernos sin pecado, precisamente cuando nos convertíamos en  sayones de nosotros mismos y de nuestros hermanos. Las realidades que nos construimos no eran sino pura opresión. Vivíamos en virtualidades que enredaban nuestras líneas de vida en una pura disgregación. Toda opresión y escarnio nos eran ahora posibles. Como fruto del pecado, perdimos el fundamento mismo de la realidad. Las realidades virtuales en las que nos complacimos eran engañosas y opresoras. Perdimos nuestra propia carne. Pero ahora, en la cruz de Jesucristo, en la gloria de su resurrección, cuando es el Viviente que habita en el seno de la Trinidad Santísima, se nos dona, de modo que conociéndole a él, conozcamos al Padre.

Conoceremos a Jesús en los evangelios y en los demás escritos del NT, en donde vemos cómo se cumple la Escritura en él. Cumplimiento esencial, pues nos indica nuestros modos de vida, cuando imitamos sus modos de vida. Cumplimiento que es mandato de amor. Conocemos al detalle su cruz en el relato de su pasión y muerte, y en los maravillosos balbuceos que nos presentan la gloria de su resurrección, de su subida al Padre, y nos presentan la Iglesia que es su Cuerpo. En ella comemos y bebemos el cuerpo y la sangre del Señor, sacrificado por nosotros. Mirándole, ahí donde está, comprendemos la plenitud de nuestra imagen y semejanza, que en él, desde su completud, se nos dona en su fulgor primero. A imagen de Dios y semejantes a él. Palabras muy mayores, claro. Mirando a ese lugar en donde está Jesús, haciendo que converjan a él nuestras líneas de acción y de vida, viviremos en la plenitud de lo que somos. Bien es verdad que nuestro tesoro está recogido en frágiles vasos de barro, nunca lo podremos olvidar. Pero ahora seremos imágenes plenas y con plena semejanza. Somos, ahora ya, seres de Dios. Siempre lo hemos sido, es verdad, alejándonos de ello solo por el pecado, pecado que es por necesidad contra Dios, estropiciando de esa manera la naturaleza misma de nuestro ser. Mas ahora podemos recuperar, por la gracia que, mediante la fe, nos chorrea desde la cruz, la naturaleza de nuestro ser a imagen y semejanza de Dios. Ahora sí, nunca antes de llegar a esta profundidad del fundamento, Jesús en la totalidad de lo que es puede ser, mejor, es el Modelo a imitar. No, por supuesto, modelo de moralinas, como acontecería de no haber llegado a esta profundidad de su ser, sino fundamentación de lo que es y puede ser, en él, con él y por él, nuestra carne, en toda similar a la suya, excepto en nuestra fragilidad pecadora.