Álvaro D’Ors, gran estudioso del Derecho fijó una distinción entre autoridad y poder, términos que a menudo se confunden. Según su expresión tiene poder quien puede hacer preguntas; en cambio está investido de autoridad quien tiene capacidad para responderlas.

En Jesús se dan ambas en toda su plenitud ya que sólo Él tiene la respuesta adecuada a la pregunta sobre la Verdad y del hombre y también posee un poder sobre todo, tanto por ser Dios como por su sacrificio redentor. Una vez resucitado recuerda a sus discípulos: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra...”.

Sin embargo, en nuestro mundo no siempre ambas van unidas. Muchas veces tienen el poder personas que no son capaces de dar respuestas y que, por lo mismo, acaban retorciendo la realidad y maltratando al hombre. Los regímenes totalitarios son de este tipo. Sus gobernantes se sienten capaces de preguntar todo y quieren regular hasta las cosas más pequeñas. Disponen de la fuerza para hacerlo pero no pueden apelar ni a la verdad ni al bien para justificar sus decisiones. También nos encontramos, a veces, con una autoridad desprovista de poder. Hay quien tiene verdaderas respuestas para el hombre o una situación pero no puede hacerlas valer por carecer de la fuerza necesaria.

La etimología de “autoridad” remite a un verbo latino, “augeo”, que significa “hacer crecer”. Tiene autoridad, pues, quien ayuda al crecimiento del otro. Por eso la autoridad es reconocida por sí misma. Un niño la reconoce en sus padres y un alumno en sus maestros. La autoridad se acaba imponiendo por su misma verdad. Eso no significa que siempre le hagamos caso. Basta pensar en las enseñanzas de la Iglesia y en la resistencia de algunos frente a ellas. Sin embargo, siempre podemos medir la autoridad por lo que supone de ayuda para nosotros. Así como el poder a veces puede ser opresivo, la autoridad siempre es liberadora. Lo ideal es que caminen juntas, porque el poder, por sí mismo no es malo.

En el Evangelio de hoy nos encontramos con unos personajes que se sorprenden por el modo de actuar de Jesús. Éste hacía milagros, hablaba de una manera nueva y se mostraba en el mundo como Señor de la historia y de los elementos. Quienes le preguntan son personas importantes: sumos sacerdotes, escribas, ancianos… ¿Por qué lo hacen? La primera impresión es que pretenden colocar a Jesús por debajo de ellos. Quieren saber con la única finalidad de dominar. Es como en la época de los fisiócratas en que se hizo célebre la expresión “saber es poder”.

Nuestro Señor desmonta su pretensión. Lo hace con otra pregunta que pretende desmontar la falacia de sus interlocutores. Les interroga sobre el bautismo de Juan sabiendo que no le van a responder. Y aquellos no contestan,  precisamente, porque no les interesa la verdad sino mantener su influencia y posición. Según lo que digan se hacen culpables por no creer y según lo que responda deberán enfrentarse al pueblo. Optan por el silencio que, en este caso, les condena.

No tenía sentido que Jesús les dijera nada. Al igual que ante Pilatos Jesús elige el silencio. Porque no vale hablar ante quien convierte la verdad en dialéctica o motivo de entretención pero no está dispuesto a ser medido por ella. Gran lección para nosotros. A Dios se le puede preguntar todo siempre y cuando estemos dispuestos a la Verdad.