2P 1,1-7; Sal 90; Mc 12,1-12

¿Qué?, ¿somos seres divinos? Creados en la imagen y semejanza, no nos corresponde tener naturaleza divina, no somos seres divinos. La gran tentación y el inicio del pecado en nosotros está, precisamente, en ese deseo irrefrenable con el que el Maligno enturbió nuestro propio ser: seréis como dioses, y esto en ruptura con Dios, de quien nos tuvimos que esconder al encontrarnos desnudos ante él; desnudos de nuestra propia naturaleza, desnudos de nuestro ser. Con la venida del Mesías Jesús, Jesucristo, dicho al modo griego, no solo se nos dona gratuitamente en la cruz la restauración de nuestra imagen y semejanza, que por la gracia de la justificación podemos alcanzar, sino algo más, mucho más. Porque el ser del Hijo sí es el ser de Dios, su naturaleza es de Dios, y nosotros somos encaminados a esa naturaleza que, por ser suya, se nos dona. Todo lo suyo es nuestro, así como todo lo suyo es del Padre. Contemplando el Misterio de Jesús, cuando el Resucitado asciende al cielo para sentarse a la derecha del Padre, se nos dona el entrar en comunión con él, pues hijos adoptivos en el Hijo. Tenemos ahora un caminar junto a Jesús cuya diana es el mismo seno del Padre, lugar de la Trinidad Santísima. Ese, y no otro, por gracia, en Cristo, por Cristo, con Cristo, será ahora el lugar de nuestro descanso para siempre, siempre, siempre. Porque nosotros, bautizados con él, por su muerte y resurrección, muriendo y resucitando con él, seremos arrecogidos en el seno de misericordia que es el seno del Padre. Y entonces entraremos en comunión con su mismo ser de amorosidad; participaremos del mismo ser de Dios. De esta suerte, lo que en un principio era nuestra naturaleza, nuestro ser imagen y semejanza de Dios, creador nuestro, en el designio de la nueva creación en la cruz de Cristo, Misterio de Dios, participa ahora de su naturaleza divina: por pura gracia, somos dioses, seres divinizados; carne divinizada en la de Cristo, cuyo lugar de descanso es el seno mismo de la Trinidad Santísima, en donde descansa ya la carne muerta y resucitada del Hijo.

La segunda carta de Pedro (1,4), con un lenguaje marcadamente de la filosofía griega, nos indica algo decisivo para nosotros: nuestra comunión de ser con el mismo Dios, nuestro creador. Ser comunional, ser participativo, claro es, pero ahora, rescatados por la sangre del Cordero, seres a imagen y semejanza del mismo Creador, como ha sido siempre el designio de Dios, pero que, por nuestro pecado, por nuestra libertad estropiciada por el engaño, quedó enlodada y desquiciada, desparramándose en el lodo de las líneas de nuestra vida, por lo que estas nos condujeron a puntos ciegos, sin salida, lejos de Dios, lejos de nuestra propia naturaleza —la cual nunca dejó de ser la nuestra, por mucho que ennegrecida y encanijada—, naturaleza perdida, un ser que dejamos caer en nuestras líneas de no-ser, enfangándonos en el pecado, esto es, en la lejanía de Dios, del ser de Dios. Pero con Jesús —podemos llamarle así, pues, recuérdese, la carta a los Hebreos utiliza siempre ese nombre bendito para referirse al conjunto entero del Misterio del nombre— todo se nos dona de nuevo. La creación se recrea. El designio de Dios, en Jesús, muerto y resucitado para nosotros, alcanza su completud. Es ahora cuando, con suave suasión de enamoramiento, nos vemos atraídos por la gracia a ese punto nodal que es Jesús. en el que se nos ofrece participar del mismo ser de Dios.