2P 3,12-15a.17-18; Sal 89; Mc 12,13-17

Y porque en-esperanza vivimos en ellos, no podemos sino caminar por los caminos de Jesús, en quien se nos ofrece el Misterio del nombre, nuestra comunión participativa en la misma naturaleza del ser de Dios. Ser de amorosidad. Ahora, todo en nosotros será diferente. Al decir todo, significa cada paso de nuestra vida, cada línea de vida que configure nuestra propia carne. Ahí y solo ahí podremos participar del ser de Dios. Nuestra comunión, pues, tendrá consecuencias en nuestra vida, en las líneas mismas de nuestro ir siendo en ella. No puede acontecer que, divinizados por el agua y la sangre que brotan del pecho de Jesús, el Cristo muerto en la cruz, hayamos entrado ya en la comunión con el ser mismo de Dios y nuestros hechuras no vayan por ese camino en el cual se nos dona la plenitud de nuestro ser, de lo que es nuestra verdadera naturaleza, caída de su propio ser imagen y semejanza por el pecado —el seremos como dioses—, que ahora reencontramos en quien es el Modelo. De ese modo nuestras líneas de universo, las que van constituyendo nuestra vida, la vida de nuestros decires y de nuestros haceres, no se corresponderían con lo que ahora ya nos ofrece la plenitud de nuestro ser, ser recuperado, mas siempre ser donado.

Siempre podríamos acercarnos a Jesús de otro modo, sin embargo, viendo lo que la historia de las religiones nos dice de él, sin aventurar ninguna ventaja en esta o aquella comprensión. Como mirando desde lejos, buscando una objetividad que nos permita enseñar a Jesús en esa mirada de puras objetividades. Sería posible hacerlo así, no cabe duda. Pero acá ha acontecido algo asombroso. Jesús me miró y me dijo: Sígueme. Nos miró y nos dijo: Seguidme. En un imperativo descomunal, convenido en la suave suasión del enamoramiento en libertad. Y me levanté y le seguí. Nos levantamos, y le seguimos. Es ahora desde ahí, por tanto, desde donde me acerco a Jesús, después de que haya sido él quien viniera a mí y me llamara. Con toda la inmensidad de lo que viene después. En estas páginas lo estamos viendo, y en mil otras páginas y maneras. ¿Por qué habría de mirarme y mirarle con ojos descargados de objetividades? Objetividades que demasiadas veces son engañosas. Lo sabemos bien. Sí, es verdad, me dicen, pero tu postura es más que engañosa, seguramente un puro constructo que tú te has amañado leyendo textos del AT y del NT, interpretándolos a tu conveniencia, dando coherencia unificativa a lo que no la tiene, y moldeándolo todo en una Iglesia, como tú la llamas, que os pergeña lo que ofrece la realidad misma del Nombre de Jesús, como vosotros decís, por lo que es ella la que toma la sartén por el mango de toda coherencia, de toda autoridad, de toda verdad. Se necesita, dicen, una mirada de objetividades basada en maneras científicas de hacer, caiga lo que quiera caer. Se lo debemos, dicen, a la verdad misma de las cosas. En realidad, dicen, deberíamos escribir siempre dios, o si decidimos poner en todos los casos Dios, que sea sin distingos imposibles entre Dioses verdaderos, falsos o ídolos, pues todo ha quedado rebajado a pura igualdad. De un golpe hemos quedado desfigurados en nuestro seguimiento de Jesús; hueca palabrearía vuestra, dicen, igual de valiosa que cualquier otra palabrería. ¡Uf!, ¿no cabrá ya una visión creyente? Cuando veíamos abrirse los cielos nuevos y la tierra nueva, de pronto…

¿Será así? ¿Señor, quién eres, dime quién eres?