Ex 24,3-8; Sal 115; Hb 9,11-15; Mc 14,12-16.22-26

Esta fiesta es casi nueva. Nació en Lieja a mediados del siglo XIII. Fue un acto deseante de amor y de fe en el Santísimo Sacramento que se sacó en procesión por las calles tras la celebración eucarística, como signo de la realidad de lo celebrado. Tuvo un éxito fulgurante. Su himno, el Pange lingua, fue escrito por el teólogo más famoso del momento, Tomás de Aquino. La fiesta procedía de una inmensa alegría tras un tiempo, largo, en el que parecía que la eucaristía se iba convirtiendo en un a manera de mero símbolo de lo celebrado por Jesús en la última cena. La creencia de la gente se removió hasta sus entrañas y salió a las calles de toda la cristiandad en grandes masas para festejar la certeza segura en la realidad del sacramento: comemos su carne y bebemos su sangre.

¿Qué estaba ocurriendo por entonces, cuando no podemos decir también, qué está pasando ahora entre nosotros? Se daba, y se sigue dando hoy en no pocos, la creencia cada vez más afirmada en un logicismo racionalista. No quiero decir en una racionalidad, sin más, pues  cuando ella está ligado a una razón húmeda, nada hay en su contra. Pero es que demasiadas veces se conjunta a una razón seca, vencida por el logicismo escurridor, que se dice derivado de una actitud científica, cuando no es sino meramente logicismo cientificista. Todo misterio está destinado a desaparecer. Quizá en los viejos tiempos en que vencía la actitud mitológica, el misterio revelado fue una manera que Dios tuvo de hacernos progresar en el conocimiento. Pero ahora vivimos ya en el esplendor de la razón —de esa razón del logicismo cientificista, digo, de razón secante—, y descubrimos poco a poco, a marchas forzadas ahora ya, que todo misterio puede ser explicado y comprendido. Por eso, el misterio del pan y del vino se convierte en la racionalidad de una comunión con Jesús, ejemplo y maestro de vida para nosotros, aunque ya muerto tan injustamente, de modo que revivimos su vida, sus palabras y sus actos, y celebramos el banquete de la solidaridad amorosa de sus seguidores; un símbolo de aquello, que deja huella en nosotros. ¿Os parece poco?, nos dicen, no caigáis en un vivir en las puras mitologías, pues estamos en el tiempo del esplendor de la racionalidad. Mero logicismo cientificista, afirmo.

Acto deseante de amor y de fe.

Buscamos la plenitud de nuestro deseo, yendo siempre más allá de él, porque hay en nosotros dos elementos esenciales. Nuestra fe en Jesús. Nunca fe de irracionalidades, sino una fe implicada de modo esencial con la razón, con la condición de que sea la de verdad, la razón de humedades, abierta a la suave suasión; no la de sequedades que nos deja la vida en el secarral. Nunca razón que inventa para sí una libertad sectaria opuesta frontalmente a la naturaleza de nuestro ser. Razón de libertad que se asienta en el curso de lo que somos, siempre en el discurrir de nuestro ir yendo, de lo que buscamos ser, de lo que vamos a ser en plenitud. De este modo nuestra fe en Jesús con todas sus inauditas implicaciones viene conjuntada con la razón deseante. No, como han querido tantos, razón que busca desliar todo misterio, disolviéndolo, sino razón que se acerca al Misterio porque sabe cómo, alimentada por la fe en Jesús, en ella se nos dona la plenitud del amor.