1Re 17,1-6; Sal 120; Mt 5,1-12

Y el Señor le mandó ir de acá para allá, a veces en su puro desfondamiento. Le mandó un caminar, no un cumplir. Le mandó un ponerse en sus manos, confiando en él por encima de sus depresiones, no una moralina. Ven, y fue. Vete, y obedeció. Era su vida lo que estaba en las manos de su Señor, no el mero cumplimiento de normativas externas. El Señor buscaba en Elías la fidelidad de sus interioridades; la fidelidad de su corazón. Porque nuestro auxilio está en el Señor, que hizo el cielo y la tierra. Y Elías caminó hasta el monte santo, en donde se encontró con Dios. Por eso, nos enseña a levantar también nosotros nuestros ojos para ver de dónde nos vendrá el auxilio. Siempre del Señor y solo del Señor. Será él quien tenga cuidado de nosotros. Será él quien nos señale el punto de la convergencia de nuestra vida. No otro. ¿Qué, pues, perderé mi voluntad? Al contrario, caminaré con la libertad de atender a su llamada. Sígueme. Y le sigo, porque quiero, porque sé que es esto lo que me va para llevar a plenitud la naturaleza de mi ser. Sé que su voz no me engaña, antes al contrario, me dona mi ser en plenitud, señalándome el punto de arribada, la puerta por donde entraré en el aprisco de su misericordia. Puedo, es verdad, caminar descabalgado por otros caminos que aquellos que él me señala, ¿quién me lo impediría?, pero he visto demasiado, he recorrido demasiados caminos falsos, y, ahora ya, mi voluntad escoge en libertad seguir el camino que él, como a Elías, me manda. Porque, siguiéndole, sé que él me guarda; guarda ahora y siempre, mis entradas y salidas. Sé que, así, nunca, nadie me hará temblar. ¿Serán caminos fáciles? No lo sé, seguramente no, pero no importa, pues será él quien me lleve de su mano hasta la puerta de entrada de su reino.

¿Qué, entonces, mi reglamento ahora me vendrá dado en las bienaventuranzas que hoy leemos en el evangelio de Mateo? Qué error tan tonto cometeríamos pensando que en ellas se nos ponen obligaciones que cumplir para llegar a aquella ansiada puerta. Habríamos cambiado las 613 reglas, difíciles, pero cumplibles, por estas diez dichoserías por completo incumplibles. ¿Cómo lloraríamos?, ¿en pura artificialidad?, bastantes son los lloros que nos depara la vida para echarnos nuevas lágrimas artificiales. ¿Cómo seríamos limpios de corazón cuando estamos tan alejados en lo hondo de nuestra vida de cualquier mansedumbre?, ¿de dónde sacaríamos las fuerzas para ello? ¿Qué pasaría si nadie nos insultase o nos persiguiera?, ¿pagaríamos a matones a sueldo para que lo hagan? No, nada de eso.

Las bienaventuranzas nos enseñan dos cosas. Benditos quienes caen en ellas porque tienen la gracia de ser pobres y de llorar y sufrir en el hondón de su alma y en la superficie entera de su cuerpo, de ser mansos. Aquellos en quienes se cumplen las bienaventuranzas, paradojas de la vida con Dios, viven la buena aventura de una vida junto a él. Estos son los humildes de Dios, sus preferidos, aquellos que nunca dejará de su mano, que conducirá con entrañables pasos a la puerta del aprisco. Los preferidos de Dios. Y a nosotros, tan lejos de la vida que nos reflejan las bienaventuranzas, se nos da una certeza: saber que Dios anda zascandileando en un juego de infinito amor por la vida de esos bienaventurados. No nos espantemos, pues, cuando nos lleve por esos sus caminos, quizá algún día también los nuestros.