1Re 17,7-16; Sal 4; Mt 5,13-16

Solemos pensar que, en lo referido al Reino, cuantos más seamos, mejor. No es seguro; seguro que no. La labor de la sal no es esa. No busca que todo se convierta en sal, sino que no desagregue su compostura como comida. Nosotros somos la sal del mundo. A través de nosotros, el mundo entero debe teñirse de las cualidades del reinado de Dios. Y en lo hondo estas cualidades son una sola: que reine el amor entre nosotros, un amor donado por quien es el puro Amor, para que ese amor se expanda a todos. Debemos vivir la alegría que él ha puesto en nuestro corazón. No para que nos la guardemos para nosotros y los nuestros, sino para que la regalemos a todos. La alegría de Dios, la que se nos dona en Jesucristo, muerto en la cruz por nosotros y para nosotros, pero resucitado por la fuerza de lo alto. Incluso en medio de las dificultades y sufrimiento que caigan sobre nosotros, estamos alegres. La sal de nuestra alegría tiñe el tejido entero de nuestros hermanos. Aún en el martirio o en el silencio de Dios. Tal es la fe en quien es el Viviente. En quien hace que venga a nosotros su Espíritu Santo para que tome posesión de esta su casa que es nuestra carne, para allá, en lo más profundo de lo que somos, gritar: Abba, Padre. Tal es nuestra alegría. Alegría Trinitaria. Somos trinitarios, en nosotros claramente se distingue la acción de cada una de las Personas santas. El Padre nos crea y nos redime en su Hijo, quien viene a nosotros para que, siguiéndole, nos reencontremos con él. En la cruz del Hijo, el Verbo encarnado, resucitado de entre los muertos y elevado a la Gloria del Padre, para que en admirable trueque, quien desde su condición divina vino a nosotros en carne igual a la nuestra, excepto en el pecado, nos done esa condición que trae a nuestra casa, a nuestra vida, a nuestra acción, el Espíritu del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo que, ahora ya, mora en nosotros para siempre. ¿Dónde queda aquel seréis como dioses que no era sino pura tentación mentirosa? Así, ya no es el Maligno que nos tienta, engañándonos con esa condición que nunca podría darnos, sino el mismo Jesús, quien se aparece a nosotros en luz resplandeciente, como a Pablo, para trocar lo suyo por lo nuestro. Se hace hombre para que nosotros, resucitados por su gracia, nos hagamos dios y vayamos a nuestro lugar de descanso en el siempre, siempre, siempre de Dios.

Hermoso el ejemplo que encontramos en Elías. La orza de harina no se vació, aunque la mujer fenicia que le dio pan amasado con la ínfima cantidad que todavía le quedaba, parecía quedarse sin nada. Pedid, y se os dará. Buscad, y hallaréis. Porque el Señor en el aprieto nos da anchura. Hizo milagros en mi favor, y me escucha cuando lo invoco.

Ya veis, lo nuestro es ponerse en otro lugar, que es ya ámbito de Dios. Por eso, somos sal de la tierra y luz del mundo. Lo nuestro, lo que damos, lo que obramos desde la fe en Jesucristo, no es nuestro, sino de él. Pende de nosotros, los sarmientos, es verdad, como grandes racimos de uvas que van a dar vino delicioso; pero, lo sabemos bien, depende de él, la vid en la que estamos injertados y por donde viene a nosotros la sabia del Espíritu.